viernes 3 de enero de 2025
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Con Simón en la cárcel de Coronda

I. No recuerdo quién me dijo que Simón había muerto. En estos casos los mensajeros importan poco. Según se rumorea, lo mataron en Paraguay o en Brasil, para el caso da lo mismo, como da lo mismo que los autores hayan sido policías o sicarios. No me puse a llorar, pero esa muerte dolió. Estas muertes siempre duelen. La última noticia que tuve de Simón fue una carta escrita hace un año y pico. Buena caligrafía y buena letra. Simón era minucioso en los detalles. “Para vivir como yo vivo hay que ser cuidadoso y desconfiado”. En la carta decía que había leído en un diario que yo y otros “compañeros” recordábamos en un acto público que habíamos sido presos de la dictadura. “Me alegré verlo aunque sea en foto, Alaniz, (siempre  nos tratamos de “usted”) en la página de un diario respetable. Allí comenta las penalidades de los presos políticos (antes les decían subversivos) pero con todo respeto le recuerdo, Alaniz, que al lado de nosotros, los que ustedes, arrugando la nariz, nos calificaban de “presos comunes”, no llegaron ni a calentar los colchones.”

II. Con Simón nos conocimos en la cárcel, en el patio de recreos del pabellón cinco de Coronda. Qué hacía en 1977 un reconocido pirata del asfalto y ladrón de autos en el pabellón de los subversivos, fue un misterio que develé en una de esas charlas por la ventana de la celda, ocasión en la que los presos solíamos contarnos cuitas, esperanzas y miedos. Como me dijo esa noche, en la vida de los delincuentes las casualidades son las que deciden. La desgracia provino de la foto de una guerrillera que cuando Simón la conoció era una inocente muchacha acompañada de su amiga haciendo dedo en la ruta. Caballero a carta cabal, no solo les permitió subir al auto, sino que en una estación de servicio las invitó a almorzar. En la ocasión ellas insistieron en sacarse fotos para recordar al flamante amigo. Por esas vueltas del destino, la guerrillera murió en un enfrentamiento un mes después y la foto llegó a manos de los Servicios. Y colorín colorado la suma de casualidades dieron con Simón en la cárcel, acusado de ser algo así como un temible comandante de una de las organizaciones subversivas de aquellos años. “Cuando allanaron el hotel donde me alojaba en Mar del Plata, en el acto percibí por dónde venía la mano. Intenté explicarles a los milicos que no era guerrillero sino estafador. Y para probarlo les mostré unas chequeras, otras herramientas de trabajo y mencioné algunas de las performances más notables de mi prontuario. No hubo caso. Cobré como en la guerra, soporté interrogatorios donde me preguntaban sobre temas que en mi vida había tenido presente. A la semana llegaron los antecedentes míos y se dieron cuenta de quién era yo, pero, claro, después de la publicidad que hicieron con mi caso, en donde hasta llegaron a decir que habían capturado al número dos de Santucho, los milicos no podían admitir que se habían equivocado fiero. De pronto, el bravo coronel advirtió que no solo se había equivocado sino que había caído en el ridículo. Nunca más supe de ese hombre, al que seguramente lo deben de haber desterrado en algún cuartel para que organice el servicio de peluquería de los colimbas, pero el destierro del diligente coronel no impidió  que atendiendo a mi distinguido curriculum vitae los milicos decidieran ponerme a disposición del Poder Ejecutivo y trasladarme al pabellón de los subversivos donde, debo decirle, que he conocido a gente muy interesante que en mi vida pensé que iba a conocer, además de participar en charlas donde me he puesto al tanto de las peripecias de Marx, Trotsky, Mao y el Che Guevara, peripecias que, como se imaginará, y con todo respeto, me importan tanto como a usted le puede importar la cría de lechuzas amarillas en Alto Verde”.

III. Así se inició mi curiosa amistad con Simón, amistad que continuó después de la cárcel porque, como muy bien me dijera en algún momento, “las amistades perdurables entre hombres de nuestra laya son las que se forjan en la cárcel, el único lugar donde existe el tiempo y el silencio necesario para cultivar sentimientos que en la calle, por lo menos en nuestro oficio, no suelen soportar los rigores de la realidad”. Simón era veinte años mayor que yo. Hasta el día de hoy, para mí sigue siendo un misterio por qué ese hombre delgado, de ojos claros, sonrisa compradora y dueño de una notable elegancia, lograba sintonizar conmigo, un izquierdista ortodoxo que juzgaba la realidad con la misma flexibilidad de un predicador religioso. No lo sé. Creo que él tampoco lo sabía. La cárcel suele provocar esas raras comuniones.

IV. Simón era un delincuente, y no voy a romantizar ese oficio, pero me consta que no era un delincuente del montón. Su cultura, sus modales, su inteligencia, lo diferenciaban de la imagen habitual que tenemos del delincuente. Yo no diría que era un optimista impenitente, pero disponía de ese rasgo distintivo de la inteligencia, consistente en adaptarse a todas las circunstancias sin perder el buen humor. Simón siempre vivió al día y en la mayoría de los casos al filo de la navaja. Su exclusiva esperanza era el presente. No miraba para atrás y le guiñaba el ojo al futuro. Cuando lo conocí en Coronda andaba por cerca de los cincuenta años. Lucía su uniforme de preso, una chaqueta y un pantalón muy parecido al que usaban en otros tiempos los obreros ferroviarios. Ni Gary Grant ni David Niven, podían lucir elegantes con esos harapos, pero Simón se las arreglaba para hacerlo. Siempre cuidó su vestuario. “Soy demasiado pobre para darme el lujo de andar mal vestido”. En la calle lucía de traje o de elegante sport. Y cuando estaba en la cárcel, donde transcurrieron muchos años de su vida, se esforzaba por acomodar el miserable vestuario a sus necesidades. Me consta que se afeitaba y bañaba todos los días esperando la llegada de la noche no como si estuviera en la cárcel, sino como si fuera el huésped del hotel más lujoso de Punta del Este.

V. La primera vez que conversé con Simón caminando en el patio del recreo del pabellón cinco de la cárcel de Coronda -caminatas circulares, hablando en voz baja como si fuéramos sigilosos fantasmas- me dijo: “No pierda tiempo Alaniz en explicarme que usted no es terrorista; todo lo que me diga no le voy a creer; reserve esa elocuencia para la cana que siempre está interesada en conocer esos chismes”. Años después, en un bar, me dijo: “¿Se acuerda Alaniz cuando intentó iniciarme en los misterios de la dialéctica y me hablaba de las virtudes del “desarrollo desigual y combinado”  y las paradojas de la negación de la negación?”. Yo a esa altura del partido sabía que me estaba tomando el pelo, aunque luego me dijo, como al pasar, que más de una vez en su oficio de cuentero recurrió a los entresijos de la dialéctica. “Aunque no lo crea, Alaniz, en el tiempo que compartí con usted el distinguido penthouse de Coronda algo aprendí, no mucho, pero algo”. Singular aprendizaje el suyo, porque consultando a la memoria recuerdo cuando alguna vez conversamos acerca de las supuestas bondades de nuestro proyecto revolucionario. Escuchó con atención, como si lo que dijera le interesara. Se quedó un rato pensando, después preguntó: “¿Usted cree en serio en lo que dice?”. Por supuesto, contesté. Se encogió de hombros como si el tema no le preocupara. Después dijo: “Con todo respeto, Alaniz, le aseguro que ustedes no tienen ninguna chance, ninguna, de lograr lo que se proponen. Le digo más, es más factible que yo con el Chueco Vázquez asaltemos alguna vez el tesoro de EEUU, a que ustedes hagan la revolución que se proponen”. No le dije nada. ¿Para qué? Este espacio irreal, esta prolongada pesadilla que es la cárcel, puede crear estas ilusiones, las ilusiones de predicar para redimir a un personaje del hampa. Simpático, inteligente, con el desenfado propio del atorrante, pero a la hora de la verdad Simón no pensaba diferente al burgués más conservador. De esa noche recuerdo que Simón fumaba apoyado en la ventana con rejas de la celda. Más allá, el cielo y el río. Como si hablara con él mismo le escuché decir: “Además, Alaniz, si por una de esas casualidades cósmicas lograran hacer la revolución que predican, a la semana a mí me meten preso, y me temo que a usted al mes está conmigo compartiendo las bondades de algún campo de concentración. Déjeme, Alaniz, ser un delincuente en el capitalismo que un mártir o un santo en esa cárcel a cielo abierto que es el comunismo”.

VI. Dos años, dos años y pico, estuve con Simón en la cárcel de Coronda. El último año compartimos la celda. El problema del preso es que dispone de todo el tiempo del mundo, pero ese tiempo está vacío. Ese vacío precisamente es el castigo. El desafío es llenarlo con palabras. Simón y yo nos dimos ese gusto. Yo le contaba películas que recordaba y novelas que había leído; las películas y novelas que me contaba él eran mejores porque las había vivido. De todos modos, los dos aprendimos. Yo aprendí de los azares y las celadas de la calle y de algunos secretos del mundo del hampa; él aprendió de modismos, códigos, giros snob del mundo intelectual. Me lo dijo una tarde, pocos días antes de que yo recuperara la libertad: “Aunque usted no lo crea, Alaniz, usted me ha enseñado mucho y le estoy agradecido”. Nunca dejamos de tratarnos de “usted”. “Ustedes (Simón pasaba del “usted” al “ustedes” como al descuido, pero él sabía por qué lo hacía, en ese punto sus recursos los hubiera envidiado un novelista) disponen del don de la palabra, y le advierto que quien le pondera estos méritos siempre ha sido reconocido en su ambiente por su labia…pero ustedes me ganan…hablando son capaces de hacer bajar a un pajarito de un árbol, aunque después no sepan qué hacer con el pajarito”. En otra ocasión me dijo: “El marxismo es muy complicado para mí, pero más que complicado, me resulta increíble tanto derroche de inteligencia para profetizar acerca de paraísos que hasta un sacerdote se sentiría inhibido para hacerlo con tanta elocuencia y con pinceladas tan diversas”. Yo escuchaba, ¿Para qué discutirle? Pensaba que era un caso perdido, aunque ahora, cuarenta años después, no estoy tan seguro de que la razón haya estado de mi parte. “Nunca nos vamos a entender -me dijo en una de esas tertulias que manteníamos a la caída de la tarde, un rato antes de la cena- lo que ustedes llaman explotación yo llamo ganarse el mango; lo que usted llama lucha de clases, yo llamo lucha por la vida; ponderan la virtud del obrero, yo pondero la virtud del sobreviviente; creen en la revolución, yo creo en el delito; ustedes hablan de alienación, yo hablo de la gilería”. Yo le respondí: “Estamos en la vereda de enfrente y sin embargo los dos estamos en cana”. Sonrió. Simón tenía una manera especial de sonreír, lo hacía como si solo empleara una parte de la boca y esa parte exhibía un leve tono burlón”. Después me dijo: “Yo no le voy a dar clases de materialismo dialéctico, pero que los dos estemos presos significa que las contradicciones existen; y dejo a su saber determinar si lo nuestro es una contradicción antagónica o secundaria”.

VII. Yo salí en libertad a principios de 1978; después supe que él salió un año después. Pensé que nunca más lo volvería a ver, sin embargo, a fines de los noventa lo encontré de casualidad en Buenos Aires. Plaza Once. Él me vio antes; él siempre veía antes. Estaba más viejo, viejo y elegante, a diferencia mía que no era tan viejo y nunca fui elegante. Fuimos a almorzar a un bodegón de calle Rivadavia y en una hora, hora y media, me dio lecciones más perdurables que las que yo pretendía darle en Coronda. Entramos a la penumbra del bar. Simón saludó como al pasar a un par de tipos que tomaban un café en la barra. Después, conversó en voz baja con un flaco que no necesitaba decir que era malandra porque la cara lo vendía, la cara, la manera de fumar y la manera de tomar el pocillo de café. No supe de qué hablaron, pero está claro que el tema de conversación o las tareas a realizar tenían poco y nada que ver con la procesión a San Cayetano. Nos acomodamos a una mesa al lado de la ventana, con avenida Rivadavia a nuestra disposición. Como al pasar, y mientras miraba la carta, me informaba que los de la mesa del lado eran pungas, los que estaban en la mesa de la otra ventana, vendedores de rifas sin premios, más allá estaba la mesa de los escruchantes. “Y los dos tipos que están en el rincón cerca de la barra son canas…y sabe por qué son canas…porque son los únicos que no miraron cuando entramos al bar”. Yo lo escuchaba divertido. “Este es mi bar preferido en Buenos Aires, Alaniz, este hospitalario bodegón de Plaza Once; ustedes seguramente se juntan en el bar La Paz o en el Foro de calle Corrientes para hablar de Marx, de Freud o de Foucault”. Recuerdo que yo pedí un plato de tallarines y él pidió un revuelto de Gramajo; el vino fue de su elección. Algo estaba por decir cuando me interrumpió: “Conozco, Alaniz, la historia del general Gramajo, su amistad con Julio Roca y la creación de este mejunje, pero una vez más observo que otra de las diferencias entre usted y yo, es que usted para vivir necesita del soporte de un libro hasta para ir al baño. Esa es la diferencia mi estimado: ustedes necesitan un libro para justificar lo que hacen bien o lo que hacen mal; yo necesito de una chequera o de una pistola o de mi labia. Digamos, para hacerla simple, que somos buenos amigos pero leemos libros distintos”. Nos despedimos como a las cuatro de la tarde. La cuenta por supuesto la pagué yo. “Para todo lo que le enseñé, Alaniz, los honorarios son baratos”.

VIII. Pasaron unos cuantos años sin vernos. De vez en cuando me llegaba alguna noticia suya. Una vez me enteré de que estaba preso en la cárcel de Las Flores. Lo fui a visitar y le llevé una novela que había escrito para esa época. “La voy a leer porque lo respeto, pero se dará cuenta de que un preso como yo necesita de otros obsequios”, me dijo.  Luego agregó: “Es una injusticia de la vida que me venga a visitar a la cárcel de Las Flores, cuando mi lugar de recepción en esta ciudad siempre fue el hipódromo de las Flores”. Estaba acusado de un crimen que me aseguró que no cometió. “En los casi cuarenta años de carrera, solo maté dos veces…y le aseguro que esas muertes deben de haber sido uno de los servicios más generosos que presté a la humanidad”. En la cárcel de Las Flores estuvo un año, un año y medio. Lo visitaba una o dos veces por mes. También lo visitaba una mujer de la que nunca supe nada ni me dijo nada. Simón siempre vivió solo. No sé si añoraba algún amor o alguna esperanza de amor, pero está claro que la soledad no lo abrumaba. “Muy joven aprendí que ni la familia ni los hijos eran para mí, y que insistir en esas debilidades más que perjudicarme a mí, perjudicaban a personas que pudieron haber cometido el error de quererme”. Pensé que si Alberto Fernández lo hubiera escuchado, su situación no estaría tan comprometida. Conversábamos en el pabellón y a veces en la celda que la mantenía como una suite de cinco estrellas. “Las minas se enamoran rápido de tipos como nosotros”, me escribió no hace mucho, para luego aclarar: “Las minas del ambiente, no las intelectuales que a usted tanto le gusta frecuentar…las minas que le hablo se enamoran rápido y nos dejan más rápido. A nosotros, Alaniz, los únicos que  nos tienen algo de paciencia, aunque no lo crea, son los canas. Y son pacientes con nosotros porque les pagamos”. En la misma carta decía: “Vengo de un hogar pobre pero decente. No se confunda: yo elegí el delito. ¿Por qué se lo digo? Para probarle que esas teorías que tanto lo seducen a usted acerca de la responsabilidad del capitalismo en opciones de vida como la mía, son giladas. Yo elegí ser malandra, Alaniz…y sería más malandra si le echara la culpa de lo que soy al capitalismo”.

IX. Hace un mes me llegó la noticia de su muerte. Con sus ochenta años largos, Simón vendía salud y optimismo, virtudes que, como bien se sabe, no tienen nada que hacer ante un plomo bien puesto. De todas maneras, una mínima esperanza aliento. Alguna vez, tomando un café en el viejo Baviera de la Costanera, me dijo: “Cuando le digan que he muerto o que me han matado no se lo tome a pecho. En mi vida me mataron muchas veces y siempre regresé. Incluso, más de una vez me resultó muy conveniente estar muerto. Así que por lo tanto, Alaniz, nunca pierda la esperanza de que a la vuelta de una esquina, en el banco de un aeropuerto, en la mesa de un bodegón de Plaza de Once, a la salida de una línea de subte o en este bar de Santa Fe desde donde se ve la laguna Setúbal y el Puente Colgante, me encuentre de repente más vivo que Jesús después de la crucifixión”.

Publicado en El Litoral.

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