La reciente designación del gobernador Tim Walz como compañero de fórmula de Kamala Harris, dos semanas antes de la convención del Partido Demócrata que debe consagrar la candidatura del sector, devolvió a la carrera para las elecciones presidenciales de noviembre en Estados Unidos la normalidad que había sido alterada a partir de la declinación de la postulación del mandatario Joe Biden para un nuevo período.
La normalidad recuperada es la de los aspectos formales del proceso electoral. En cambio, se abrió un panorama novedoso en relación con los contenidos de las campañas –en especial, para el Partido Republicano opositor– y con el resultado esperado por la mayoría de los analistas y los actores políticos y económicos, en Estados Unidos y en el resto del mundo.
Como es notorio, hasta la renuncia de Biden a la candidatura, todo parecía indicar que el ganador de noviembre sería el republicano Donald Trump, cuya campaña venía poniendo el acento en la aparente debilidad clínica del actual jefe de la Casa Blanca.
La decisión de Biden despojó a Trump de su principal argumento proselitista y le quitó al oficialismo demócrata el lastre que le impedía hacer valer en la campaña los buenos resultados económicos del actual gobierno, así como una política exterior que en lo esencial no merece reparos para la mayoría de los estadounidenses. De manera inmediata, este nuevo escenario se vio reflejado en las encuestas de intención de voto, que muestran a Harris con posibilidades similares a las de Trump.
Tal como sucede puntualmente cada cuatro años, las elecciones presidenciales en Estados Unidos representan desafíos de política exterior para todos los demás países, y en especial para aquellos que, como la Argentina, varían con frecuencia su enfoque internacional, en vez de basarlo en el principio de los “intereses permanentes” que enunciara Lord Palmerston, aquel primer ministro británico de mediados del siglo XIX (“Las naciones no tienen amigos permanentes ni enemigos permanentes, tienen intereses permanentes”).
Un razonamiento bastante extendido en los últimos meses entre economistas y analistas políticos locales sostiene que a la Argentina le conviene que en noviembre gane Trump, o que al menos esa es la apuesta del presidente Javier Milei, porque la afinidad ideológica entre ambos facilitará el acceso de nuestro país a fuentes de financiamiento. ¿Debería ser tan así? Veamos.
En primer término, no parece suficientemente claro que la adhesión ideológica que Milei profesa públicamente hacia Trump tenga la misma intensidad en sentido inverso. Pero aun si así fuera, habría que comprobar si fuera posible que existiera algún grado de reciprocidad en el nivel de prioridad que la relación con Washington tiene para la Argentina de Milei.
Por si hiciera falta recordarlo, Estados Unidos está involucrado decisivamente –no solo en materia política, sino también de ayuda financiera– con Israel en su guerra original con Hamas y ahora multiplicada en varios frentes, y con Ucrania.
La prolongada invasión rusa al territorio ucraniano, como es sabido, llevó a Washington a flexibilizar su postura con respecto a la Venezuela de Nicolás Maduro, ante la necesidad de abastecerse del petróleo que hasta febrero de 2022 importaba de Rusia. Esto último –sumado al actual proceso derivado de las recientes elecciones en Venezuela– agregó otra prioridad exterior para Estados Unidos, y para colmo, en este caso, en América Latina.
Por otra parte, son conocidas las objeciones de Trump a la política de la Casa Blanca y el Departamento de Estado con respecto a la cuestión en Ucrania, así como sus buenas relaciones con el presidente de Rusia, Vladimir Putin, lo que podría significar un giro en ese aspecto de la política exterior estadounidense en caso de que el republicano triunfara en noviembre.
En este último aspecto, el gobierno de Milei está en los hechos mucho más alineado con la política exterior de Biden-Harris que con lo que se supone o se espera que será la eventual política exterior de Trump, ya que con las actuales autoridades coincide sin fisuras tanto con respecto a Israel como a Ucrania, mientras con el republicano solo sintoniza plenamente en el caso de Medio Oriente.
En ese contexto, tal vez sea aconsejable que el gobierno argentino –y de manera particular Milei, tan afecto a las declaraciones públicas terminantes– actúe ante el proceso electoral estadounidense con un criterio pragmático, alejado de ideologismos, que permita resaltar el valor de la unidad en el enfoque sobre los dos asuntos prioritarios de la política exterior de Washington, sobre todo en un escenario regional en el que esa coincidencia se reproduce en pocos casos y podría resultar, entonces, una ventaja para la Argentina y su imperiosa necesidad de acceso a financiamiento.
De ocurrir esto último, no sería la primera vez que gobiernos argentinos y estadounidenses de ideologías muy diferentes, y hasta opuestas, construyeron relaciones bilaterales productivas para ambos países: ya sucedió en las últimas décadas del siglo pasado, con Raúl Alfonsín y Ronald Reagan, así como con Carlos Menem y Bill Clinton, y más acá en el tiempo, con Mauricio Macri y Barack Obama.