jueves 19 de septiembre de 2024
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Venezuela, en una nueva carrera contra el tiempo

Venezuela vive desde el domingo 28 a la noche una más de sus cíclicas crisis institucionales y, tal como en todas las ocurridas en los últimos 11 años, la solución parece requerir de muy complejos factores y, por lo tanto, de un tiempo que la mayoría de los venezolanos no está dispuesta a esperar.

Lo que está sucediendo era previsible, desde los obstáculos puestos a la observación electoral –que el chavismo había prometido admitir después de muchos años–, impecablemente detallados por el Centro Carter en su declaración del martes 30, hasta la designación al frente del Consejo Nacional Electoral (CNE) de Elvis Amoroso, el antiguo contralor general que había inhabilitado a decenas de dirigentes opositores, entre ellos María Corina Machado.

Previsible, pero inevitable. El chavismo lleva más de 25 años de un control casi absoluto de todos los resortes del Estado y en los 11 años en que Nicolás Maduro está al frente, el gobierno evolucionó del régimen híbrido en que lo dejó Hugo Chávez al morir, en un régimen cada vez más autoritario.

Acaso la única forma de evitar lo que está ocurriendo desde el domingo 28 era garantizarle a Maduro –y quién sabe a cuántos más de sus familiares y colaboradores– una salida impune, sin apremios económicos ni riesgos para su libertad ambulatoria.

Si una negociación en esos términos estuvo sobre la mesa en México, Barbados o Qatar, es prácticamente imposible saberlo. Aun si eso hubiera sido motivo de conversación, tal vez Maduro no sintió suficientemente aseguradas las garantías que pretendía.

Que el gobierno se haya avenido a negociar y alentar la expectativa de que podría aceptar una derrota en las urnas tampoco debe sorprender. Desde 2014 aceptó dialogar en varias ocasiones con la oposición –con diversos mediadores o facilitadores que inexorablemente terminaron defraudados, incluido el Vaticano–, lo que le permitió ganar tiempo y desgastar a sus adversarios.

La invasión a Ucrania le regaló a Maduro una oportunidad inesperada: menos de un mes después, en marzo de 2022, Estados Unidos pidió conversar, porque necesitaba asegurarse el petróleo que dejaba de comprarle a Rusia. Por supuesto, algo debía conceder Washington a cambio y fue –además de la entrega del cuestionado empresario Álex Saab– el aflojamiento de las sanciones, que permitió un respiro a la extenuada economía venezolana.

Casi desde los albores del gobierno de Chávez, la oposición apeló a distintas fórmulas para intentar terminar con el chavismo. Como se sabe, ninguna de ellas tuvo éxito. Ni el golpe de Estado de 2002, ni el paro petrolero de 2002-03, ni el referendo revocatorio de 2004, ni la abstención electoral –en diversas ocasiones desde 2005–, ni las manifestaciones callejeras de 2014 y 2017, ni siquiera el quinquenio en que tuvo holgada mayoría en la Asamblea Nacional (AN, parlamento) y tampoco el gobierno paralelo que esa AN creó en 2019, con Juan Guaidó a la cabeza y el reconocimiento de 60 países, incluidos Estados Unidos y las principales potencias de Europa occidental.

Al cabo de todo eso, e incluso de las sanciones económicas y migratorias impuestas por buena parte de la comunidad internacional, así como de los severos cuestionamientos del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos (Acnudh) y la Fiscalía de la Corte Penal Internacional, Maduro y su régimen salieron fortalecidos. No en términos de imagen, que seguramente no le interese, sino en términos de permanencia en el poder.

En ese contexto, la posibilidad de una solución para el deseo que la inmensa mayoría de los venezolanos expresó el domingo en las urnas difícilmente pueda provenir de ese acto electoral. No parece razonable suponer que Maduro se despertará uno de estos días y reconocerá que se equivocó y que debe entregarle el Palacio de Miraflores a Edmundo González Urrutia.

Los dictadores caen por la fuerza o por su propia voluntad. Es difícil imaginar el fin del régimen chavista por la fuerza, ya que controla las fuerzas armadas y de seguridad, así como los amplios servicios de inteligencia y fuerzas parapoliciales –los colectivos–, y tampoco parece sensato esperar una fractura en alguno de esos sectores: desde hace muchos años, los responsables civiles, militares y policiales saben que si el chavismo cae, corren el riesgo de ir presos. Eso los blinda y ya no es una cuestión ideológica, sino de supervivencia. Es difícil, por no decir imposible, suponer que puede haber una solución de fuerza exclusivamente dentro de Venezuela en esos términos cada vez más desiguales y, por otra parte, hace ya muchos años que las invasiones armadas extranjeras no son aceptables por la comunidad internacional.

Salvo en la Argentina de 1983, las salidas de las dictaduras fueron negociadas, e incluso no registraríamos esa excepción sin la guerra de las Malvinas y si en aquel momento hubiera ganado las elecciones el peronismo y no el radicalismo.

Tal vez sea entonces la hora de encarar una negociación decidida y razonablemente aceptable, que permita a Maduro y varios de sus colaboradores una salida. Sin pérdida de tiempo, porque la situación es urgente y porque un actor fundamental como Estados Unidos está ahora atento a su proceso electoral –y a la situación en Medio Oriente y Ucrania– y entre noviembre y enero estará distraído por la transición, como ya le sucedió al gobierno de Raúl Alfonsín en 1988-89, justo cuando al Banco Central se le habían acabado las reservas. Y sin pérdida de recursos, para lo cual no parece adecuada la ruptura de relaciones dispuesta por Caracas y replicada por varios de los países que se apresuraron a desconocer el resultado anunciado por el CNE en vez de reclamar la exhibición de la documentación respaldatoria, como otros gobiernos, más prudentemente, hicieron.

Todo eso lleva tiempo y no necesariamente garantiza resultados. En el ínterin, los gobiernos que rompieron o rompan relaciones con Venezuela se verán privados de proteger a sus ciudadanos que allí residen, a sus empresas que allí están instaladas, e incluso del acceso a información sensible y capacidad de influencia. No parece sensato cuando de lo que se trata es de coordinar la mayor cantidad posible –y transversal, como lo demuestran las reacciones de países como Chile y Colombia, entre otros– de esfuerzos.

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