Por Rafa de Miguel
El hombre elegido por los británicos para tomar las riendas del Reino Unido en los próximos años es metódico y calculador hasta para destacar sus orígenes humildes. El equipo que rodea a Keir Starmer (Londres, 61 años), y los periodistas que siguen su trayectoria, bromean con las frases que el candidato ha repetido hasta la saciedad durante la campaña. Las dos más aplaudidas han sido: “Mi padre era un obrero fabricante de herramientas (toolmaker, en el término inglés)” y “nuestra pequeña casa adosada familiar de paredes estucadas”. No son recuerdos elegidos al azar. El primero rememora una clase trabajadora inglesa orgullosa de lo que produce con sus manos. El segundo, la vivienda estándar de cualquier familia británica de clase media-baja.
Cuando Starmer conquistó el liderazgo del Partido Laborista en abril de 2020, se encontró una formación en ruinas. Su predecesor, Jeremy Corbyn, había sufrido una derrota sin paliativos frente al candidato conservador, Boris Johnson, en las elecciones de 2019.
Correspondía al recién llegado poner fin a una era turbulenta y confusa, en la que la formación atrajo y activó a millones de jóvenes votantes con un giro radical a la izquierda, pero espantó a su vez a millones de votantes de clase media. El modo en que Corbyn divagó y confundió entonces con la cuestión más importante a la que hacía frente una generación, el Brexit, penalizó al laborismo. Starmer, que había sido el portavoz del partido para todo lo relacionado con la salida de la UE —y principal defensor de la celebración de un segundo referéndum—, logró conquistar el liderazgo del partido en el peor de los momentos posibles.
Y aunque en un principio prometió no desviarse de la senda radical abierta por su predecesor, el nuevo líder laborista tenía muy claro cómo cambiar el partido para “dejar de protestar en las calles y aspirar a gobernar”, según sus palabras. En apenas cuatro años giró sus propuestas políticas hacia el centro. Una versión “siglo XXI”, defienden sus partidarios, del camino hacia el exitoso Nuevo Laborismo que emprendió Tony Blair.
“Después de la derrota de 1983 [Margaret Thatcher arrasó en las urnas y dio comienzo a un segundo y exitoso mandato], tuvimos que pasar por el liderazgo de Neil Kinnock, John Smith y, finalmente, Tony Blair. Catorce años para alcanzar una posición en la que de nuevo pudimos retomar el poder”, recordaba hace un año a EL PAÍS Nick Thomas-Symonds, historiador, abogado, diputado laborista y hasta hoy portavoz de Comercio Internacional del partido. “Keir Starmer ha logrado hacerlo en tres años, algo realmente notable. Si después de la derrota de 2019 me hubieran dicho que el laborismo iba a tener hoy una ventaja en las encuestas de 20 puntos, no me lo habría creído”.
Un padre y un hijo
Dos circunstancias ayudan a definir el lado humano de un político al que muchos tachan de robot, incapaz de expresar una mínima dosis de carisma. Su madre, Josephine Starmer, sufrió a lo largo de la mayor parte de su vida la enfermedad de Still, un tipo de artritis inflamatoria rara y dolorosa que la mantuvo hospitalizada durante largas temporadas. Votante incondicional del Partido Laborista, murió dos semanas antes de que su hijo ocupara por primera vez un escaño en la Cámara de los Comunes, en 2015. “Los esteroides y la propia enfermedad provocaron que durante sus dos últimos años no pudiera caminar, mover sus brazos o incluso hablar”, ha contado Starmer en alguna ocasión, cuando ha permitido que una entrevista abriera las puertas de su vida íntima. “Nunca llegó a intercambiar una palabra con alguno de mis hijos, y al final tuvo que ver cómo le amputaban una de sus piernas”, recordaba.
Casado con Victoria Starmer, que trabaja en el departamento de Seguridad y Salud Laboral del Servicio Nacional de Salud, y padre de dos hijos de 16 y 13 años, ha vivido hasta ahora en Kentish Town, al norte de Londres. A las seis de la tarde de cada viernes, salvo urgencias inevitables, aparcaba el liderazgo laborista y ejercía de padre y marido. Son reminiscencias beneficiosas de una vida anterior a la política, aunque siempre vinculada a un compromiso de servicio público. Como abogado especializado en derechos humanos, estuvo envuelto en todos los grandes litigios de la izquierda contra la revolución neoliberal de Margaret Thatcher. Nunca se ha desvanecido el rumor de que la escritora Helen Fielding se inspiró en el joven Starmer para crear el personaje de Mark Darcy en El diario de Bridget Jones. Como director del Servicio de Fiscalía de la Corona (cargo equivalente al de fiscal general del Estado), gran parte de su mandato bajo un Gobierno conservador, cayó en la tentación de alimentar a la prensa sensacionalista y darse publicidad a sí mismo con titulares de pretendida dureza contra los delincuentes.
No ha dejado de mencionar, durante toda la campaña, esa parte de su pasado profesional. Era el modo de recordar a los votantes que, en el fondo, es un hombre respetuoso de las instituciones, de la ley y el orden, de la seriedad y el rigor. Pero con un alma correosa de izquierdas, preservada a través de una carrera académica de mérito ―algo tan propio del Reino Unido―, que le llevó al grammar school (colegio público de excelencia, para los alumnos con mejores notas) de Reigate; más tarde a la Universidad de Leeds (Derechos Humanos) y a la de Oxford (Derecho Civil), hasta colegiarse como abogado.
El partido y el país
Nada preserva más la unidad de un partido político que el olor de la victoria cercana. El ala izquierda del laborismo no ha perdonado a Starmer el modo implacable en que se deshizo de su predecesor, Corbyn, al que acusó de tolerar el antisemitismo en el seno de la organización, y posteriormente, de modo lento y frío, de todos sus colaboradores. Pero el nuevo líder ha sido capaz de controlar las riendas y evitar rebeliones internas en momentos delicados, como cuando su tibieza inicial en condenar los bombardeos israelíes en Gaza provocó dimisiones en cadena de muchos afiliados y representantes locales del partido. Starmer rectificó y enderezó el rumbo.
“Primero el país, luego el partido”, ha repetido sin cesar estos meses, cada vez que sufría críticas ante alguna decisión táctica desaprobada por el ala izquierda de la formación. Era un mensaje para los votantes moderados británicos, que siempre han sospechado del radicalismo oculto del laborismo.
Su pragmatismo le fue útil para sortear los obstáculos de años turbulentos en la oposición. Deberá echar mano de él para gobernar, porque el escepticismo general de los británicos y la rabia contenida de los conservadores no le van a dar un espacio mínimo de tregua.
Publicado en El País el 5 de julio de 2024.
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