En las próximas elecciones europeas va a jugarse el destino de la Unión, pero no de acuerdo con el tradicional clivaje entre los partidarios de la integración frente a los defensores de la desintegración. Las extremas derechas europeas hace tiempo que no apuntan en esa dirección y eso constituye buena parte de su éxito. Esto no es necesariamente una noticia consoladora, sino una transformación de los términos del debate que, en primer lugar, tiene que ser bien entendida y analizada, que nos plantea también nuevos desafíos. La discusión ya no tiene por objeto la conveniencia o no de salirse (del euro o de la misma UE), ni siquiera estamos en el clásico debate entre intergubernamentalistas y federalistas, sino en el de una Europa distinta, sobre las policies (las políticas) y no sobre la polity (el sistema político), lo que pone de manifiesto el éxito de la integración e incluso da a entender una cierta irreversibilidad, pero que tal vez constituya un riesgo ideológico mayor. No es la existencia de la Unión lo que está en juego, sino su significado. Una prueba de ello es que la indignación de los agricultores ha reforzado el espacio público continental: Bruselas fue el lugar de concentración de las protestas, destinadas al Pacto Verde y a la Política Agrícola Común, reconociendo así la centralidad del poder europeo en materia agrícola, medioambiental y comercial. El verdadero problema al que nos enfrentamos es la desnaturalización de la UE, que podría continuar con unas instituciones intactas, pero haciendo, en algunos asuntos centrales, unas políticas que contradigan sus principios y valores fundacionales.
Si estas elecciones son de alto riesgo es porque el crecimiento de los partidos de extrema derecha podría romper los frágiles equilibrios de las instituciones europeas de un modo que no habíamos previsto: el intento de dar otra dirección al proyecto de la Unión, más que de romperlo o salirse de él. ¿En qué sentido? ¿Qué ha cambiado o puede cambiar y a qué nueva estrategia de defensa de los valores europeos nos estarían obligando esos cambios? Para responder a estas cuestiones hay que tomar en cuenta cierta evolución de la extrema derecha y de qué modo esto afecta a la derecha conservadora hasta el punto de poder alterar las futuras mayorías, cambiar el funcionamiento hasta ahora consensual de su gobernanza y, sobre todo, modificar ciertas políticas públicas. Más que un riesgo de desintegración, lo que nos jugamos en estas elecciones es la continuidad de la creciente influencia que la extrema derecha ha ejercido en los últimos años sobre las políticas continentales.
Es un lugar común asegurar que el crecimiento de los partidos de extrema derecha constituye una amenaza para la supervivencia de la UE. Se afirma que si la extrema derecha gana las elecciones (imaginemos a Marine Le Pen como presidenta de Francia) el proyecto político europeo correría un grave riesgo y caminaría hacia su destrucción. Si esto sucediera, por supuesto que los equilibrios de la arquitectura de la Unión y sus instituciones sufrirían una sacudida cuyas dimensiones es difícil anticipar. Bastaría para ello con que los diversos partidos de extrema derecha obtuvieran en las próximas elecciones un resultado que les permitiera constituirse como uno de los principales grupos del Parlamento. ¿Iríamos entonces a una nueva Comisión no formada ya por las tres grandes familias políticas, que estuviera compuesta únicamente por los conservadores del Partido Popular Europeo (PPE) y los dos grupos de extrema derecha? Dependerá de que esto sea numéricamente posible y de que el PPE esté dispuesto a ello, pero la cuestión inquietante es si esa nueva Comisión, además de alterar el método transversal de gobernanza, tendría alguna incidencia sobre la continuidad de la Unión.
Mi respuesta es que, si esto ocurriera, habría cambios en las decisiones, pero no en la arquitectura o viabilidad de una Europa integrada. Sostengo esto, en primer lugar, porque parece haber una ley en virtud de la cual, de entrada, los candidatos moderan sus posiciones en muchos aspectos, incluida su política europea, para mejorar sus opciones electorales y de negociación, lo que es una prueba indirecta de la solidez de la Unión. Desde la experiencia del Brexit, las extremas derechas dejaron de hablar de un abandono del euro y lo que realmente abandonaron fue buena parte de su vieja retórica contra la integración. Por supuesto que se trata de una moderación en algunos aspectos compatible con la persistencia de los asuntos que definen a la extrema derecha, entre los cuales, a mi juicio, ha dejado de estar la desafección hacia la Europa integrada.
Pero la razón más importante de este cambio es que han descubierto que la propia UE puede ser un lugar para desarrollar ciertas políticas que inicialmente habían querido llevar a cabo solo en el ámbito de los Estados. El caso de Giorgia Meloni ilustra bien esta compatibilidad entre extrema derecha y Unión Europea. No se trata de revertir la integración, sino de darle otra orientación utilizando para ello los instrumentos que puedan tener a su disposición a nivel europeo, no solo estatal. Utilizando los términos que planteó hace ya muchos años Albert Hirschman para referirse a las posibilidades de relacionarse con una organización del tipo que sea, han elegido la palabra (voice) en vez de la salida (exit), lo cual es, por cierto, más inquietante que la defección. Durante los últimos años se ha producido una europeización de la extrema derecha, el traslado al nivel europeo de la ideología étnico-cultural que defienden en los Estados: homogeneidad, rechazo a la inmigración, cierre de fronteras.
La extrema derecha ha pasado de hablar contra Europa en nombre de la nación a hablar de otra Europa cuya civilización estaría amenazada de la misma manera que lo están sus naciones. Es lo que Hans Kundnani ha denominado “etnoeuropeísmo” o “civilizacionismo”. La paradoja de ello es que el concepto de “modo de vida europeo” que empleaba Lionel Jospin para designar la economía social de mercado, el Estado del bienestar y la solidaridad, ha sido convertido por la extrema derecha (y ya por buena parte de la derecha) en un lema para oponerse a la inmigración.
Habíamos dado por supuesto que, debido a su nacionalismo estatal, estas derechas serían incapaces de ponerse de acuerdo a nivel europeo. Es cierto que los partidos que han protagonizado el proceso de integración están más dispuestos a cooperar que los partidos ultranacionalistas. Pero lo que estamos viendo ahora es que, a pesar de que la primacía que dan a sus intereses nacionales les dificulte desarrollar proyectos compartidos, han podido desplegar posiciones comunes en cuanto se refiere a la identidad, la seguridad o la inmigración. Y lo que resulta más preocupante es hasta qué punto la derecha clásica se ha dejado influir por la extrema derecha y ha adoptado algunos de sus elementos en su propio programa, normalizándolos, especialmente en materia cultural. Un ejemplo de ello fue la creación de un comisariado en la actual Comisión cuyo mismo nombre asociaba “el modo de vida europeo” a la inmigración. Para abordar los futuros retos de la Unión hay que entender bien estos desplazamientos ideológicos, que exigen unos discursos y unas estrategias distintas de las que eran aplicadas antes de la mutación europea de la extrema derecha.
Publicado en El País el 6 de junio de 2024.
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