Dos destacados representantes de la intelectualidad argentina titularon sus ensayos sobre la realidad del país con el sustantivo “pasión”. Ambos pertenecen a épocas y corrientes muy diversas de pensamiento, pero encontraron en esta palabra un significante de las características de la sociedad que analizan.
Eduardo Mallea (1903-1982) fue una de las figuras más relevantes de la literatura argentina del siglo pasado. Aunque hoy está totalmente ignorado por las nuevas generaciones, a mediados del siglo pasado integró junto con Jorge Luis Borges y Manuel Mujica Láinez, lo que éste último denominaba la “Santísima Trinidad de las letras argentinas”. Además de una prolífica obra de novelas, cuentos y ensayos, fue director del suplemento literario del diario La Nación e integrante del comité de redacción de la revista Sur lo que le dio una predominante influencia en la vida literaria de la región. En 1.937 la editorial Sur publica su obra más importante como interpretación de la realidad de su país, que lleva como título “Historia de una pasión argentina”.
Beatriz Sarlo, nacida después de la publicación de este ensayo, escritora, profesora de literatura argentina en la UBA, periodista, representante de una corriente de pensamiento y actuación opuesta a la de Mallea, escribe en el año 2003 un ensayo sobre aspectos de la realidad argentina que titula: “La pasión y la excepción”.
Ni autores ni obras tienen similitudes, sólo la arbitrariedad de mi memoria los une para encontrar en ese término un signo que describe una característica de la realidad argentina. Y a más de veinte años del ensayo de Beatriz Sarlo, me animo a modificar levemente su título para describir el estado actual de mi país de nacimiento, en el que no resido desde hace doce años. Creo que no hay una expresión que se acerque más a describir la realidad argentina que la irrefrenable pasión por la excepción. Si a partir de 1930 la salida que se encontraba para resolver los problemas ordinarios eran la ruptura del orden institucional a través de golpes de estado militares, siempre acompañados por un sector cómplice de la civilidad, desde 1983 en adelante se ha buscado en las excepciones legales la forma ordinaria de gobernar, la forma ordinaria de convivir.
En diciembre de 1983 se festejaron los cuarenta años de la recuperación democrática, del retorno al orden constitucional. La celebración es acertada porque a diferencia de lo ocurrido entre 1930 y 1983, período en el que sucedieron seis golpes militares que dieron fin antes del cumplimiento del mandato a gobiernos electos, en estos cuarenta años no hubo más golpes de esa índole. Sin embargo, en ese período cuatro presidentes no terminan sus mandatos en los tiempos fijados en la Constitución (Alfonsín, De la Rúa, Rodríguez Sáa, Duhalde) y se recurren a interpretaciones legales de excepción para justificar esas conclusiones prematuras del período presidencial.
Los presidentes que gobernaron en esos cuarenta años también recurrieron a facultades de excepción (decretos de necesidad y urgencia, delegación legislativa, promulgación parcial de leyes) para gobernar, a pesar que la reforma constitucional de 1.994 convirtió el presidencialismo de la Constitución argentina en un “hiperpresidencialismo” porque le reconoce al presidente facultades amplísimas especialmente en materia legislativa.
La pandemia también fue manejada por decretos por el entonces recientemente asumido presidente Alberto Fernández lo que hizo recaer en su figura la responsabilidad de los desaciertos y de la crisis económica sobreviniente. La caída en la pobreza de millones de habitantes, la espiral inflacionaria, la contradicción entre el discurso y la acción, más una oposición que teniendo el escenario ideal para volver al poder no supo más que exhibir diferencias entre halcones y palomas hicieron posible el milagro que un ajeno a la política sin sustento territorial ni parlamentario se impusiera por un amplio margen en la doble vuelta electoral.
Pero como con agudeza escribió Silvina Ocampo, los milagros existen, pero suelen ser adversos. En el corto lapso de ejercicio de la presidencia, Javier Milei ha demostrado que sólo la excepción es su regla. Desde su asunción de espaldas al Congreso hasta el envío de un Decreto de Necesidad y Urgencia (muy diferente a las leyes de urgente consideración que contempla la Constitución uruguaya) y una ley ómnibus que avasallan la distribución de funciones entre el órgano legislativo y el ejecutivo, pasando por discursos que desconocen hasta los fines del estado argentino que proclama el preámbulo de la Constitución, ningún gesto ni acto se adecua a las prescripciones constitucionales.
Esta flagrante anomalía de incumplir cotidianamente con la Constitución que se juró respetar, cuenta con la también excepcional omisión de un Congreso que no defiende con la severidad debida sus propias facultades.
Si el pasado parecía insuperable, el presente demuestra que la desmesura no tiene techo. Siempre puede ir por más. Los hechos sucedidos el pasado fin de semana en España demuestran que ni las normas de derecho internacional son capaces de frenar la ruptura de todo límite legal.
La transformación de lo extraordinario en ordinario es el mayor riesgo que enfrenta una democracia constitucional en este siglo. Para el bien de la región y del mundo, espero -creo muchos me acompañan en este deseo- que la sociedad argentina encuentre en sus resortes legales la forma de poner freno a tan excepcional e inusitada forma de ejercicio del poder.
Publicado en Seminario Voces el 26 de mayo de 2024.
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