jueves 21 de noviembre de 2024
spot_img

Milei no está interesado en reintegrar el país al mundo occidental

Mondino está haciendo lo que era oportuno hacer; ¿puede decirse lo mismo del Presidente? Para nada; se diría que se propone destruir de noche lo que la canciller construye de día con gran esfuerzo

Mientras la canciller se reunía con el secretario de Estado norteamericano en Washington, el Presidente era el invitado de honor de Vox en Madrid. Poco después de que Diana Mondino se reuniera en Buenos Aires con la primera viceministra ucraniana y le confirmara el apoyo del Gobierno, Javier Milei se sentaba a la cabeza del club del que es miembro distinguido Viktor Orban, el mejor amigo occidental de Putin, el único al que le ha gustado su reciente farsa electoral. Allí estaban Marine Le Pen, Mateusz Morawiecki, José Antonio Kast, expresidentes o futuros presidentes, ningún presidente en ejercicio. Solo él, Milei. Curioso: un “liberal” del brazo de fervientes nacionalistas, un “liberista” en la corte de acérrimos proteccionistas. De gustibus. Pero surge la pregunta: ¿cuál es la política exterior de la Argentina? ¿Quién la hace? ¿Con qué fines?

La respuesta parece fácil: el gobierno de Milei quiere reinsertar a la Argentina en el mundo occidental al que la enfrentaron los Kirchner. Como en todo lo demás, quiere volver a Menem, sobreactuación incluida: ofrecimiento de tropas, mudanzas de embajadas, “relaciones carnales”. Hasta aquí, nada inesperado, un viejo guion: la política exterior argentina siempre ha sido antioccidental con los gobiernos “nacional-populares”, muy occidental con los raros gobiernos “liberales”. Una caña al viento, el espejo de sus fracturas. También les pasa a varios otros países de la región de oscilar entre el panamericanismo y el panlatinismo, the West e the rest. La Argentina los supera a todos.

Si fuera así, yo sería el primero en aplaudir: es lo que conviene a los argentinos, lo que conviene a Occidente. Pero ¿es lo que parece? ¿O sería hacerla más simple de lo que es? La noción de Occidente, antaño compartida, es ahora discutida, muy discutida. En los tiempos de la Guerra Fría era más fácil: existía el mundo comunista y Occidente era “el mundo libre”. Conservadores y progresistas, liberales y socialdemócratas, latinos y anglosajones, creyentes y no creyentes tenían más o menos una concepción común. El mundo occidental era la síntesis de la tradición cristiana y de la herencia de la Ilustración y descansaba sobre un sólido trípode: Estado de Derecho, democracia liberal, economía de mercado, a veces más intervencionista, a veces más liberista, siempre mixta.

A pesar de las crisis, esa idea sobrevive en las instituciones que lo unen, desde la OTAN hasta la Unión Europea. A ellas, por la regular vía diplomática, la canciller intenta enganchar a la Argentina. Washington, París, Roma, Bruselas, la denuncia a Maduro, el ingreso en la OCDE, los tratados comerciales: tales son los lugares y tales los temas de su intensa actividad. Y tal es el espíritu con el que negocia con China y Brasil, los principales socios económicos del país: de Estado a Estado, le gusten o no sus gobiernos, como corresponde a un mundo plural y multilateral. Y como conviene a un país con un pesado pedigrí, manchado por una larga historia de autarquía y morosidad, ambiciones desmesuradas y crisis anunciadas. Dado que la confianza se destruye rápido, pero reconstruirla requiere tiempo y fiabilidad, Diana Mondino está haciendo lo que era oportuno hacer.

¿Puede decirse lo mismo del presidente Milei? Para nada. Siguiendo sus pasos, sus discursos, sus amistades, se diría que se propone destruir de noche lo que la canciller construye de día con enorme esfuerzo. Destruirlo con furia y placer, saña y sadismo. Su noción de “guerra cultural” es incompatible con el consenso liberal democrático hacia el cual convergió Occidente. Al contrario, evoca el período de entreguerras. Como entonces, el adversario es un enemigo y el enemigo es un enemigo interno, dentro del propio Occidente: ¡todos “zurdos”! Demócratas cristianos y socialdemócratas, liberales clásicos y reformistas pragmáticos, todos comunistas y colectivistas. ¡Qué ignorancia histórica! ¡Y qué mala fe! Lo mismo que los kirchneristas, castristas, chavistas, podemistas: para ellos somos todos fascistas, gusanos, escuálidos. Lo que la internacional “zurda” y la internacional “derechista” pretenden es adueñarse de la noción de Occidente, monopolizarla. Una al grito de la agenda woke, la otra invocando a Dios, patria y familia. Ambas aspiran a matar su pluralismo en nombre del monismo, a cercenar su peculiaridad practicando el monopolio de la identidad.

Milei, en definitiva, no está interesado en reintegrar a la Argentina al mundo occidental. Aunque suene grotesco, piensa modelar Occidente a imagen y semejanza de su Argentina; aspira a llevar a Occidente a orillas ajenas a la tradición liberal y democrática, tolerante y laica. Es el cruzado de una “guerra civil ideológica” por la que ya pasamos y por la que no sentimos necesidad de volver a pasar. No sé si esto es lo que esperaban los argentinos al votarlo, si este es el mandato implícito que le dieron. De todos modos, merece un par de consideraciones.

La primera es que, consciente o no, Milei encarna así la ansiedad de primacía típica del nacionalismo argentino, síntoma de frustración más que de sensatez, de infantilismo más que de madurez. Ya les ocurrió a otros considerarse “hombres de la Providencia” enviados del cielo para realizar el “destino manifiesto argentino”, para levantar la “Argentina potencia”. A costa de sacrificar la realidad a los sueños, la racionalidad a la ideología, de apostar al caballo perdedor y que todos paguen los platos rotos. El Milei que cruza el Atlántico en plena emergencia nacional para jugar a estrella de Hollywood en un foro político extremista recuerda a aquel presidente que en los albores de la Guerra Fría aspiraba a unir en torno a la Argentina un tercer bloque entre las dos superpotencias. ¿Primer paso? El “pequeño eje Madrid-Buenos Aires”. Vaya casualidad. Cuando pidió a sus embajadas que le informaran de las reacciones locales, recibió una cadena de incómodas respuestas: nadie le había hecho caso. El delirio de poder había sido un anuncio de aislamiento e impotencia.

La segunda consideración es un modesto consejo, tal vez un consejo molesto. No creo que sea casualidad que la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, no viajara a Madrid: apenas dos horas de vuelo desde Roma. Habló por Zoom, tenía cosas más importantes que hacer. ¿Por qué? Porque tras ganar las elecciones cambió de rumbo: de líder de un partido se transformó en jefa de gobierno de un país, cambió los gritos de los hinchas por ropajes de estadista, a la excitación de los ultras prefirió la prudencia de los moderados. No seré yo quien invite a emularla, no es santa de mi devoción, pero a Milei no le vendría mal melonizarse un poco. Su ego sufriría, los argentinos ganarían.

Publicado en La Nación el 22 de mayo de 2024.

spot_img
spot_img

Veinte Manzanas

spot_img

Al Toque

Alejandro J. Lomuto

Integración: los mecanismos que funcionan y los otros

Fernando Pedrosa

Latinoamérica, después de Biden, a la espera de Trump

Eduardo A. Moro

Tres gendarmes en el mundo