En historia es fácil ceder a la tentación de comparar. Lo sucedido el martes 23 de abril alienta ese riesgo. Por lo pronto, admitamos que se trata de la mayor movilización de los últimos treinta años; y no faltan los que arriesgan decir que la convocatoria fue más amplia que el mítico acto de cierre de campaña de Alfonsín en 1983.
En estos casos conviene despejar las dudas por la negativa. No fue un 17 de octubre; tampoco una versión porteña del Cordobazo; no es comparable con las jornadas de la 125 y mucho menos con las sucesivas movilizaciones a favor de los Kirchner o a favor de Macri. No fue nada de eso, pero fue. Corresponderá a los historiadores decidir sobre lo sucedido y en particular sobre sus probables consecuencias.
En principio, me apresuro a decir que las multitudes que ocuparon las calles de las diferentes ciudades universitarias de la Argentina no se proponían fundar un partido político y mucho menos derrocar a un gobierno. Ni ánimos combativos, ni ánimos fundacionales, ni ánimos destituyentes. No caducó el gobierno, no renunció ningún ministro.
El gobierno tropezó. Un tropezón que llama la atención porque es el primero, porque resultó inesperado. Los manifestantes no desconocen los vicios y anacronismos de la universidad pública, pero lo que intentaron transmitir al Presidente es que esos vicios y anacronismos no se resuelven con la motosierra o la licuadora. En la universidad se trabaja con el bisturí, el compás o instrumentos de precisión teórica.
Si el Presidente no lo sabía, ahora lo aprendió Sus asesores deberían haberle advertido que la universidad es la institución con mayor estima social en la Argentina. No es la CGT, no son los senadores que se aumentan sueldos, no son los periodistas “ensobrados” o la expresión de una oscura conspiración comunista.
Se ha dicho que la movilización fue pluralista, transversal. Es posible. Lo seguro es que en las calles de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, había abuelos, padres e hijos defendiendo la universidad pública. Abuelos, padres e hijos. Si la memoria no me falla, ese pacto generacional es el rasgo distintivo de una nación.
Así como lo oyeron: el 23 de abril la nación argentina se dio cita en la calle. No se propusieron ninguna gesta heroica; simplemente se limitaron a decir “presente”. Cada uno decidió recto en conciencia asistir a la cita. Nadie fue presionado. No hubo ómnibus, camiones o promesas monetarias. Llegaron a la plaza, expresaron su voluntad y se retiraron con la misma delicadeza y discreción con que llegaron. No hubo violencia, no hubo vidrieras rotas, no hubo enmascarados furtivos. A lo sumo un palco que no debería haber estado y oradores que no deberían haber hablado.
La manifestación, dicho de manera deliberada, fue una clase magistral. Si la palabra no se hubiera degradado tanto, corresponde decir que el pueblo estuvo en la calle. O la opinión pública que, al decir de Talleyrand, “es un personaje que tiene más importancia que Voltaire, Napoleón y la corona”.
A Milei, como todo representante del poder (lo siento por sus escrúpulos libertarios) la manifestación lo fastidió y sus primeras palabras acerca de “lágrimas de zurdos” así parece confirmarlo. Luego llegaron los escrúpulos de la prudencia: “No es objetivo de este gobierno atacar a la universidad pública y mucho menos arancelar”. Perfecto, aunque no es exactamente lo que dijo el Presidente en otro momento.
Pero no importa, porque en política lo que importa es la capacidad de un gobierno para aprender de sus propios errores. Por lo pronto, importa que el Presidente haya acusado el “toque”, haya percibido que en política como en la vida hay límites que no es prudente desafiar.
Milei, en el ejercicio del poder, suele combinar con cierta eficacia los beneficios de una racionalidad discursiva economicista y la inspiración religiosa. Los números de la macroeconomía a veces abruman. Cuando esto sucede, el otro insumo que necesita la política son los mitos, los símbolos.
Milei invoca entonces a las fuerzas del cielo, a la mística de Moisés o a las luces de la revelación. No juzgo, describo. Y a su vez observo que esos recursos se manifestaron impotentes para contener una tradición laica, nacional e ilustrada que supo conquistar la universidad argentina desde hace más de un siglo.
Las fuerzas del cielo compitieron con la tradición reformista. Insisto: el Presidente se metió donde no debía. Dictadores militares y presidentes civiles algo imprudentes aprendieron en su momento la lección. El propio Perón en el exilio admitió que uno de los errores de su gestión fue haberse enfrentado con los estudiantes de la FUA: “Me hicieron la vida imposible durante diez años y algo más grave: me enemistaron con las clases medias, es decir con los padres de sus hijos”.
En su momento, el populismo inventó a través de Arturo Jauretche el “fubismo” y el personaje “fubista” para denostar la tradición liberal democrática de las casas de estudios. Anécdotas al margen, lo cierto es que Milei se vio obligado a dar un paso atrás o al costado. Y además, dudo de que disponga de un Jauretche para librar su batalla cultural contra la universidad.
Publicado en Clarín el 2 de mayo de 2024.
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