El centenario de la muerte de Vladimir I. Lenin, el líder de la Revolución Rusa, es un momento propicio para reconsiderar el impacto mundial del comunismo, que fue inmenso: tiene sentido denominar al siglo XX como el siglo del comunismo o, con mayor propiedad, el siglo del comunismo y el anti-comunismo.
Estos dos movimientos capturan, junto con la disolución de los imperios coloniales occidentales, los aspectos esenciales de los procesos políticos de ese siglo, en el cual el clivaje generado por el comunismo fue el central, no sólo de la política internacional, sino también de la interna, en Europa y muchos países de Asia y América Latina. Eric Hobsbawm ha denominado “siglo XX breve” al comprendido entre 1917, comienzo la Revolución Rusa, y 1991, cuando se derrumbó el régimen en la Unión Soviética.
Las consecuencias del comunismo (utopía, irrealizable en una sociedad moderna, de un estado que absorbe la economía y la sociedad civil) para los países en los que triunfó son conocidas, pero quiero llamar la atención sobre las internacionales: la Revolución Rusa generó muchos más regímenes reactivos, es decir anti-comunistas, que replicativos, o sea revoluciones endógenas. El miedo al comunismo fue más fecundo, en términos de su impacto institucional, que el del movimiento comunista internacional.
Fuera de Rusia, solo hubo diez regímenes producto de revoluciones endógenas: Albania, Rumania y Yugoslavia en Europa; Cambodia, Corea del Norte, China (el país más poblado del mundo), Laos, Mongolia y Vietnam en Asia; y Cuba en América Latina. Los restantes, en Europa Central y Oriental, fueron establecidos por la Unión Soviética alrededor de la Segunda Guerra, por invasión en las tres repúblicas bálticas antes, y por ocupación después (con apoyo local variable, de sustancial en Bulgaria a mínimo en Polonia).
Por otro lado, los dos regímenes totalitarios de derecha, los de Italia y Alemania, fueron en gran parte reacciones a la amenaza revolucionaria comunista. En el caso alemán, ha habido una disputa acerca de la centralidad de este factor, lo que se conoce como el debate de los historiadores (Historikenstreit), pero no hay duda de que el miedo al comunismo fue un componente básico de la ideología nacional socialista y, con mayor importancia, un determinante primario del apoyo a este régimen por parte de grandes sectores de las elites económica y estatal, y de lo que fue su base social, la clase media.
Alineamientos parecidos caracterizaron a las decenas de regímenes autoritarios civiles y militares en Europa, América Latina y Asia. En los 60s-70s, la mayoría de los países latinoamericanos tuvieron regímenes militares, establecidos en gran parte como respuesta a la Revolución Cubana y sus ramificaciones.
El autoritarismo competitivo de Perón en la Argentina (1946-1955) presenta similitudes en lo que respecta al apoyo de elites estatales: en las elecciones de 1946, el “peligro comunista” (bastante irrealista) fue un argumento central del discurso de Perón a las elites, y una causa de su apoyo por sectores principales de las elites estatales de entonces, Fuerzas Armadas e Iglesia Católica (que, sin embargo, terminarían enfrentándolo en la década siguiente).
Este factor, el miedo al comunismo, fue también un determinante de las políticas de las democracias occidentales, tanto internamente como hacia el resto del mundo. Los estados de bienestar en esos países tuvieron orígenes variados pero, en muchos, uno de los objetivos de las elites económicas y políticas que los instituyeron fue inocular a sus trabajadores contra el comunismo.
Curiosamente, muchos sectores de estas elites habían adoptado lo que llamo “marxismo al revés”: aceptaron como válida la proposición marxista del carácter inherentemente revolucionario de la clase trabajadora, y buscaron contenerlo.
En su política internacional, los estados occidentales toleraron los regímenes autoritarios de España, Portugal y Grecia, e inspiraron o apoyaron dictaduras en América Latina y otras regiones. Este comportamiento se atenuó a medida de que se intensificaba la crisis interna soviética en los ‘80s, especialmente luego de su catastrófica invasión de Afganistán, y de que los líderes occidentales percibieran que la URSS se retiraba de la intervención activa en la política interna de otros países.
El retraimiento -y luego implosión- de los regímenes comunistas en la Unión Soviética y Europa Central hacia el fin del siglo fue un factor conducente a las transiciones a la democracia en América Latina y otras regiones. Por un lado, las elites económicas y estatales y las clases medias locales concluyeron que la amenaza comunista, cualquiera fuera su grado de realismo, perdía vigor. No solo se debilitó el patrocinio externo, sino también el riesgo interno: el régimen socialista de Estado dejó de ser un modelo alternativo para los sectores descontentos con el orden social de sus países.
Se desmoronó el comunismo en la Unión Soviética, se desmembró el Imperio Ruso, y China y Vietnam se transformaron en economías capitalistas. Solo sobrevivían, como socialistas de Estado, Cuba y Corea del Norte, no muy atractivas como modelos a emular. Por otra parte, las grandes potencias occidentales no sólo retiraron su respaldo a los regímenes autoritarios, sino que cooperaron activamente con los procesos de democratización.
En suma: los “diez días que conmovieron al mundo”, título de la crónica de la toma del poder escrita por el comunista norteamericano John Reed, tuvieron consecuencias opuestas a las esperadas por los líderes bolcheviques. Es más: la “revolución mundial” que finalmente ocurrió no fue la profetizada por León Trotsky, sino la totalitaria (dos casos) y autoritaria (muchísimos más), también anti-liberal, pero del otro extremo del espectro ideológico.
Publicado en Clarín el 24 de marzo de 2024.
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