“¿La educación de quién depende? Es un problema que tiene que resolver las provincias, ¿qué tengo que hacer yo como Nación metiéndome? Es un problema que tienen que arreglar las provincias”, dijo el presidente Javier Milei días atrás, mostrando un cambio notorio de posición. Durante la campaña electoral endulzaba los oídos de los votantes proponiendo vouchers educativos para que cada familia pueda elegir la escuela para su hijo y financiar la educación a través de la demanda y no por la oferta, como es en más 90% de los sistemas educativos del mundo. Allí se alertó que existía un error conceptual del entonces candidato: no podía cambiar el modelo de financiamiento educativo porque la educación estaba en manos de las provincias.
Bien, ahora, o el Gobierno se dio cuenta de eso o le vino bien para justificar el tardío llamado a paritarias nacionales para fijar un piso salarial para los docentes del país y la no extensión del Fondo de Incentivo Docente vigente desde hace 25 años y que funciona como un auxilio para los sueldos que abonan las provincias.
No es buen mensaje que un presidente se desentienda públicamente de la educación. Vale recordar al presidente Alberto Fernández, cuando dijo displicentemente en marzo de 2020, al inicio de la cuarentena eterna: “Las clases pueden esperar. Si algo que no me urge es el inicio de clases. Después vemos cómo compensamos esos días”. Esa estrategia, que postergó a la educación sobre otras áreas, costó la desvinculación de más de un millón de alumnos de la escuela y provocó un derrumbe aún más pronunciado en la calidad educativa. Hay distritos que, con el acompañamiento de los gremios docentes, también muy responsables de esta situación, perdieron casi dos años de clases presenciales.
La situación pospandemia no parece mejorar. Según el informe de la Coalición por la Educación sobre los días efectivos de clases en escuelas primarias de todo el país durante 2023, sobre el promedio nacional previsto en el calendario, según el Consejo Federal de Educación, de 185,91 días las jornadas de clases normales apenas se promedió 159,05 días. Hay casos extremos: Tierra del Fuego completó tan solo 120 días de clases, Santa Cruz 127, un poco mejor pero bastante lejos del promedio están Neuquén con 157 días, Río Negro con 163 y La Rioja con 166. Seguimos sin cumplir con la Ley 25864 que garantiza 180 días de clases.
En nuestro país se dictan pocas horas de clases al año porque, salvo en CABA, en el resto de los distritos casi no hay escuelas de jornada completa. Si se cumpliera la ley de los 180 días de ciclo lectivo, en el mejor de los casos, se dictarían entre 720 y 750 horas de clase al año en primaria, pocas comparadas con las 1800 que se dictan en Chile. Esto, supuestamente, lo solucionaba la Ley de Financiamiento Educativo, que proponía que en 2010 el 30% de las escuelas debían ser de jornada completa, pero tampoco se cumplió, como tampoco el financiamiento integral que la norma dictaba. En un trabajo realizado para “Argentinos por la Educación”, quedó demostrado que la deuda que tiene el estado con el sistema educativo por no cumplir con la Ley sancionada en 2005 alcanzaría los 26 mil millones de dólares.
Todo esto redunda en resultados alarmantes: chicos que terminan el primer ciclo de la primaria sin incorporar la lectoescritura, la mitad de los alumnos no terminan la secundaria y la mitad de los que lo logran no tienen comprensión lectora.
El problema existe, es tangible, vivimos una verdadera tragedia educativa. Pocos alertan sobre esta realidad, hay gobernadores que malgastan presupuestos relegando invertir en educación y están los gremios docentes que se manejan en los sistemas educativos como si fueran trincheras políticas y actúan de acuerdo con el color del gobierno al que enfrentan.
Desfinanciar la universidad pública no es una buena decisión, por más que sea necesario “cortar gastos corrientes” como se viene haciendo en otras áreas en busca del déficit cero. La educación es una inversión, nunca un gasto, no debería entrar en esa lógica. Además, podría despertar un conflicto con uno de los sectores con mayor capacidad de protesta y movilización que no responde a ninguna central obrera burócrata.
Mientras el gobierno nacional se desentiende del problema salarial, y congela las transferencias a las universidades, anuncia que va a “decretar” que la educación será un servicio esencial como solución para restringir las medidas de fuerza, haciendo colisionar el derecho constitucional a la protesta laboral con el derecho a la educación. No toma decisiones para ayudar a bajar la conflictividad, sino que obliga a hacerlo. Si hoy tenemos normas vigentes como la Ley Nacional de Educación que ya determina que la “educación es un bien público” (o sea que es inapropiable para cualquier sector, sean gobierno, docentes, gremios o particulares) y otras que garantizan derechos que van desde horas y días de clases hasta mejorar el financiamiento y la inversión en educación y ninguna de ellas se cumple, ¿por qué debería funcionar este decreto?
Al parecer, el Gobierno cree que saldrá favorecido con un enfrentamiento con los desprestigiados gremios docentes y con los sectores más politizados de las universidades públicas. Apuesta a eso, a confrontar. Sin embargo, debería reparar en que nadie saldrá vencedor si la educación se transforma en un conflicto prolongado, no solo porque estamos tocando fondo en materia educativa, sino también porque la escuela, además de educar, es ordenadora de la agenda de cada familia. No contar con ella transforma la vida de todos y el humor social puede inclinar la balanza contra todo aquel que se identifique como responsable. Y el propio Presidente no estará exento de esa responsabilidad.
Publicado en La Nación el 22 de febrero de 2024.
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