El Papa y Milei, extraña pareja. ¡Tan diferentes! ¿Tan diferentes? Los polos opuestos a menudo se atraen, en algunos aspectos hasta se parecen. Criado con pan y Hegel, estudioso de Guardini, Bergoglio siempre teorizó la superación de las “polaridades opuestas”.
En pos de la “armonía”, del “todo superior a la parte”, busca la “síntesis superadora”. A muchos sorprendió su llamado al Presidente. ¿Por qué no iba a hacerlo? Toda una vida predicando puentes, ¿y contra él levantaría un muro?
A primera vista, el abismo es insalvable: Miles es anarquista y Bergoglio holístico, o sea el opuesto, uno individualista el otro comunitario, el primero turbo-capitalista el segundo no-capitalista. No hay cómo cuadrar el círculo.
Con todo, sospecho que Milei sea menos indigesto al Papa de lo que se cree. Y el Papa menos indigesto a Milei de lo que se pensaba. ¡Iba a romper relaciones con la Santa Sede! Israel aparte, ¡su bautismo internacional fue en el Vaticano! ¡De rodillas ante “el maligno”! Feliz, a su vez, de recibir al aspirante “tiranuelo”. ¿Será normal tanta hipocresía? De gustibus…
Lo sepa o no, Milei rinde así homenaje a la ley no escrita de la historia argentina, a la tácita bicefalía establecida por el mito de la nación católica. Se pelea con todos, pero con la Iglesia busca entenderse, si no en todo, en mucho.
De hecho está alisándole el pelo al Papa, prometiéndole cuidar a los “más vulnerables” a los que antes no consideraba. Y sus diputados intentan anular la ley sobre el aborto: ¡pensar que teorizaba el libre mercado de órganos!
La Iglesia bergogliana detesta el mercado que adora Milei. Eso está claro. Pero no vive en Marte, el Papa tampoco. Saben que tal y como está, la situación no se sostiene, que los “pobres” de los que se erigen en portavoces le han votado, que su mesianismo ha calado hondo en su grey.
Hace tiempo que Bergoglio se bajó del barco del estatismo asistencialista cuya botadura había bendecido: no tiene, nunca tuvo, vocación para el naufragio, de haberla tenido no sería Papa. No ahorró críticas al sindicalismo, un tiempo tan cultivado, ni al clientelismo, gestionado por viejos amigos.
Las demagógicas arengas a los “movimientos populares” pasaron a archivo. Ahora su modelo es la “economía social de mercado”, recién descubierta. Instruido por los economistas católicos del “primer mundo”, celebra a Wilhelm Röpke, su cerebro en la Alemania de posguerra. ¿No fue, después de todo, una tercera vía entre liberalismo y colectivismo? ¿Una versión teutónica, pensará, del viejo justicialismo?
No es casualidad que Bergoglio busque en el mundo alemán, orgánico y comunitario, lo que el Presidente encuentra en el mundo anglosajón, individualista y libertario. Menos aún que por sobre al libre mercado enfatice lo “social”, en cuyo nombre lo masacró Perón.
Pero diez años de pontificado en el corazón de Occidente han renovado su caduco repertorio nacional-popular. Claro que para llevarse bien con Milei hace falta algo más. Para él, dijo en Davos, los democristianos son tan colectivistas como los comunistas, y democristiana era aquella Alemania. Pero una cosa son las palabras y otra los hechos, lo estamos viendo, una cosa la economía y otra, ampliando la mirada, el “espíritu de los tiempos”.
Y el “espíritu de los tiempos” nos recuerda que si los caminos del Señor son infinitos, también lo son los de la nación católica. Tan infinitos como para beneficiarse de la llegada al poder de un Presidente en olor de judaísmo, pero cristiano al fin.
¿Por qué no? ¡Los “hermanos mayores” y el Antiguo Testamento siempre serán mejor que el destemplado secularismo del PRO! Tanto Milei como Bergoglio, uno entusiasta y el otro adaptándose, observan el péndulo de la historia argentina oscilar como cíclicamente oscila del polo nacional-popular al purgatorio “liberal”. Por eso revolotea tanto el fantasma de Menem.
Milei no hace misterio de ello: nació entonces, dice, el único serio intento de liberalización económica jamás intentado. Terminó mal, crió el rebote kirchnerista, pero no importa: estranguló la hiperinflación, abrió el país al mundo, golpeó, más o menos, a las corporaciones. ¿Y Bergoglio? ¿Será que alberga nostalgia del menemismo, al que combatió a capa y espada en su fase terminal?
Ciertamente no. Pero su triunfo permitió el ascenso de Antonio Quarracino y el de Quarracino el de Bergoglio. Sin Menem, mirá las vueltas de la historia, no sería lo que es. Claro: para la Iglesia, Menem redimía a las “creencias del pueblo”, heridas de muerte por el “laicismo antinacional” de Alfonsín.
¿No podría, mutatis mutandi, hacer Milei algo parecido? ¿Promover lo religioso sobre lo secular? ¿Oponerse tanto al liberalismo laico de la “derecha” como al peronismo secular de la “izquierda”? Milei no es otro Macri más radical, a ojos del Papa: a su manera es pueblo, el otro era casta, al primero lo abraza, al otro le puso cara de velorio.
Con él, Bergoglio comparte un rasgo clave, el más relevante y profundo. Sus encendidas homilías como arzobispo, sus furiosos Te Deum en la Catedral, expresaban la misma virulenta prédica de Milei contra la casta, los políticos, la clase dirigente en nombre de un “pueblo elegido”.
Aunque difieran en su contenido, y se dirijan a públicos distintos, ambos consideran a la sociedad dividida entre un pueblo puro y una élite corrupta, ambos cultivan la utopia, ambos tienen una escatología. Hasta Cristina, olfateando aire de familia, no pudo contener los elogios.
No bastará para quererse, nadie sabe si y cuanto podrá durar la Luna de miel, pero ayudará a entenderse, quizás, quién sabe, a contener un poco la protesta social. Lo que no une el liberalismo, acerca el populismo. Capaz que el Papa se decida por fin a visitar Argentina.
Publicado en Clarín el 14 de febrero de 2024.
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