Pero el punto tal vez más inquietante de este puente entre pasado y presente es el que protagoniza el gobierno de Milei frente al Congreso. Cabe recordar que Rosas convirtió la delegación de “facultades extraordinarias” en el Poder Ejecutivo (en este caso, de la provincia de Buenos Aires) en su principal exigencia para “salvar” a la “patria” de la “anarquía”. Si bien dicha delegación no era nueva en el ejercicio de los gobiernos posrevolucionarios (como no lo es el uso de los DNU desde la reforma constitucional de 1994), sí lo era la ambición de establecer un verdadero “estado de excepción”.
En la primera gestión rosista (1829-1832), las facultades extraordinarias se otorgaron, no sin una previa y acalorada discusión en la Legislatura, por un tiempo limitado y bajo la exigencia de una rendición de cuentas sobre su uso. Pero a muy poco andar, los diputados votaron el cese de la delegación por considerar que el gobernador contaba con los instrumentos ordinarios necesarios para enfrentar las sucesivas crisis.
El enorme desafío con el que lidió la Legislatura de entonces, que a diferencia de nuestro actual y dividido Congreso estaba poblada por el partido federal y los heterogéneos grupos que lo habitaban, giró en torno al gran tema de la responsabilidad política. Dónde residía, en efecto, la responsabilidad sobre el uso de facultades extraordinarias: ¿en el Poder Ejecutivo que las ejercía, en la Legislatura que las había delegado, o en el pueblo que había votado a los diputados por sufragio universal masculino?
Salvando las grandes distancias con ese pasado, el dilema regresa al presente. No solo están en juego los alcances y límites de los poderes, sino las formas de concebir el arte de gobernar. A Rosas le costó seis años doblegar al Poder Legislativo hasta alcanzar la suma del poder público en 1835, en este caso sin límites de tiempo ni de atribuciones. Y lo hizo a través de dos mecanismos.
El primero fue la extorsión, no exenta de persecuciones, amenazas, castigos y censuras a la libertad de opinión. El segundo siguió la ruta transitada por Napoleón Bonaparte para coronarse como emperador: el plebiscito. Frente a los sucesivos fracasos que había cosechado en la Legislatura en los años precedentes, el Restaurador de las Leyes convocó al pueblo para expedirse sobre el asunto. La pregunta binaria por “sí” o por “no” estaba dirigida a aceptar o rechazar sus poderes de excepción. Invocando la voluntad directa del pueblo, Rosas buscó salir del laberinto por arriba y de ese modo disciplinar a las díscolas y entrenadas dirigencias políticas que tanto despreciaba.
Como sabemos, el fantasma de las democracias plebiscitarias no es patrimonio de una determinada ideología, de izquierda o de derecha, sino una forma de entender el poder. Como nos recuerda Pierre Rosanvallon, en El siglo del populismo (2020), la apelación plebiscitaria supone la disolución de la responsabilidad política, la confusión entre las nociones de decisión y voluntad, la sacralización del expediente técnico de la mayoría con su conocida versatilidad y dimensión de irreversibilidad, y el silencio respecto de la traducción en normas de la opción ganadora.
El fantasma vuelve a sobrevolar como una sombra en estos aciagos días. El gobierno libertario pretende avanzar, como lo hizo Rosas, con una estrategia del todo o nada que se asemeja, según indicó Carlos Pagni en una de sus columnas, a una visión revolucionaria y jacobina; es decir, a la visión de un reducido grupo que se autopercibe como iluminado y que aspira a imponer una idea capaz de transformar la realidad en el único sentido que sus inexpertos integrantes consideran correcto.
Alberdi, que coqueteó en sus inicios con el emergente líder federal y devino luego en uno de los tantos opositores en el exilio, escribió sus Bases desde una perspectiva opuesta. Lejos de querer clausurar la historia, su ingeniería constitucional fue el resultado de una transacción entre pasado y presente; entre realidad heredada y planes de futuro. Y en esa transacción, no olvidemos que los constituyentes de 1853 establecieron, en el artículo 29, que “El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público”. Quienes las concedieran serían considerados “infames traidores a la Patria”.
No es ocioso recordar que construir la Nación argentina y el Estado que le dio materialidad fue un arduo trabajo de negociación entre actores diversos y entre territorios (las provincias) muy heterogéneos. Dar densidad histórica a los problemas exige evitar los riesgos del anacronismo como los devenidos del continuo presentismo que suele instalarse en los análisis de coyuntura.
Por supuesto que la profunda crisis a la que asistimos atónitos no se resuelve mirando el pasado, pero tampoco ignorando la existencia de repertorios que marcaron a fuego nuestro derrotero como república. Y en ese derrotero, no es una buena señal que, a pesar de sus dichos y diatribas retóricas, el actual presidente se mire en el espejo de Juan Manuel de Rosas.
Los liberales decimonónicos estarían espantados.
Publicado en La Nación el 11 de febrero de 2024.
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