El, en apariencia, frustrado proyecto de “Ley Ómnibus” que el actual gobierno propuso al Congreso llevaba ese título.
Resulta más que evidente la intención oficial de entroncar la iniciativa con el modelo fundacional del esquema planteado por Juan Bautista Alberdi, en 1852, inmediatamente después del triunfo de Urquiza en Caseros.
En aquel se pretendía sentar las “Bases” de la organización política de un conglomerado de provincias que, tras la emancipación de España, vivían en aislamiento y atraso, cuando no en sangrientas y estériles guerras civiles.
En el que, al menos momentáneamente, naufragó esta semana llevaba el ambicioso agregado “para la libertad de los argentinos”. Pareciendo centrar la tal “libertad” en objetivos, principalmente, económicos.
No está de más recordar lo obvio, que Juan Bautista Alberdi era liberal: una ideología que, en el siglo 19, donde todavía existían monarquías absolutas, resabios feudales y oscurantismo clerical, podía con verdad tildarse de progresista, más aún, revolucionaria.
El liberalismo -y en ello estriba sus aspectos positivos- exalta al individuo, sostiene la libertad de pensamiento, palabra, imprenta, reunión y asociación.
En otra dirección, quizá no tan plausible, identifica la ley con el Derecho, se preocupa más por la seguridad que por la Justicia, concibe en sus orígenes la propiedad casi en términos absolutos.
Sobre tales principios elaboró Alberdi su proyecto constitucional, tomado casi al pie de la letra por los diputados de provincia en el Congreso Constituyente de 1853.
Sin embargo, no obstante, su adscripción al liberalismo, el gran pensador tucumano era un hombre con gran sentido de la realidad, y que analizaba las enseñanzas de la historia, universal y de su patria.
Había escrito Alberdi que “no hay peor banquero, comerciante, agricultor, que el gobierno”.
Pero, sentada las Bases del esquema jurídico-político de la Confederación, era utópico pensar que, en un país, con la mayor parte de su territorio despoblado, habitantes casi todos analfabetos y sin tradición ni cultura cívica, donde todo estaba por hacerse, el Estado debía ser un convidado de piedra.
Y la “mano mágica” de Adam Smith, por sí sola, solucionaría los problemas y las graves carencias.
A propósito, sobre el padre del liberalismo, decía Alberdi: “Adam Smith hizo un mal uso de un excelente método, observó mal, observó poco, mutiló el hecho humano y sobre el fragmento muerto edificó una ciencia sin vida”.
Precisamente, porque a diferencia de su mentor, él observaba mucho, y trataba de hacerlo bien, al redactar su proyecto de Constitución establecía entre las atribuciones del Congreso (art. 67 inc. 3): “Estimular el progreso de la instrucción y la industria, la inmigración, la construcción de ferrocarriles y canales navegables, la colonización de tierras de propiedad nacional, la planificación introducción y establecimiento de nuevas industrias, la importación de capitales extranjeros y la exploración de los ríos interiores, por leyes protectoras de estos fines y por concesiones temporales de privilegios y recompensas de estímulo”.
Ahora bien ¿cómo se “estimula”, se “protege”, se “planifica”, se “recompensa”, se conceden “privilegios” y estímulos a determinadas actividades?
Todo esto se hace, entre otras cosas, mediante beneficios impositivos, créditos oficiales, subsidios, asesoramiento ayuda técnica estatal, etcétera.
Incluso concurriendo el gobierno a realizar construcciones o prestar servicios, de manera directa.
Quiere decir que en el modelo alberdiano se está proponiendo un Estado activo, planificador, orientador y coadyuvante de la actividad privada.
Como dice Edmejian: “Cuando se usan los vocablos ´promover´, ´fomentar´, ´estimular´, ´participar´ y otros verbos análogos, no cabe duda que no estamos hablando de un Estado neutral o ausente, sino de un Estado activo y partícipe en el proceso económico y social” (Exmedjian “Derecho Constitucional”, P.557).
Lo cual se ratifica por ejemplo en la facultad de sellar monedas, fijar su peso, valor y tipo (art. 67 inc. 6° Constitución Nacional), complementado en el proyecto definitivo art. 64 inc. 5 de establecer y reglamentar un banco nacional en capital y provincia con facultad de emitir billetes.
Proponía Alberdi: “Promover el fácil establecimiento de una enseñanza de estudios de administración civil, militar y marítima, mecánica e hidráulica aplicadas, agricultura y veterinaria, artes económicas y químicas, minas y fundiciones, construcciones navales fábricas y artes manuales, arquitectura aplicada a construcción de puentes caminos, canales, acueductos, estadística, comercio, ciencia y bancos”.
Idea que, en líneas generales, era común en la mayoría de los hombres de la llamada “Generación del 80” -Sarmiento, Avellaneda, Roca- período en el cual se dicta la famosa Ley 1420 de enseñanza “laica, gratuita y obligatoria”, por supuesto, sin que se le ocurriera a nadie que no debía ser impartida por el Estado.
Durante la presidencia de Sarmiento -señala Gálvez- el Estado se asocia directamente a capitales privados tendientes a establecer una cristalería en Mendoza. En la capital, según Balmaceda, se lo hace con una firma textil en Buenos Aires. Un conspicuo referente conservador -Carlos Pellegrini-, funda el Banco de la Nación, de capital estatal para apoyar al agro. Y poco después, el Banco Hipotecario, para favorecer construcción y compra de viviendas.
Como vemos, durante el período en que se puso en marcha el modelo ideado por Juan Bautista Alberdi y que llegó a colocar a la Argentina en la sexta economía mundial en su ingreso per cápita, se trató de una amplia complementación de esfuerzos estatales y privados.
Y, sobre todo -algo a tener hoy en cuenta- un funcionamiento pleno y coordinado de los mecanismos institucionales previstos en la Constitución: Ejecutivos que se renovaban periódicamente; un Congreso que no dejó de funcionar en más de ochenta años, un Poder Judicial independiente y jerarquizado.
Es sabido no obstante que, sobre todo, a partir de la segunda mitad del siglo 20 el proceso argentino transitó por una política que pretendió meter al Estado, directa o indirectamente, en casi todas las áreas de la economía; generando un monstruo estatal burocrático, pesado, elefantiásico e ineficiente; beneficiario tan sólo de empresas prebendarías, sindicalistas acomodados o políticos corruptos, todo lo cual, unido a otros factores, nos condujo a la decadencia actual.
El reconocimiento de tal realidad no puede conducirnos, sin embargo, a la conclusión opuesta: que el poder estatal deba retirarse o limitarse al mínimo, dejando al mercado la exclusiva tarea ordenadora de la economía.
Ningún país del mundo practica ese sistema. En todas las sociedades que conocemos como exitosas, ha tenido importancia la iniciativa privada, pero también la inteligente presencia estatal.
Nunca tan vigente el principio enunciado en la conocida frase: “Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”.
Publicado en Análisis Digital el 10 de febrero de 2024.
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