La Argentina es una sociedad corporativa y estancada. Con el premio Nobel Edmund Phelps señalamos al corporativismo como el causante del estancamiento en la región (PhelpsSola What’s the matter with South America, Project Syndicate, 2020) y este proceso se multiplicó a partir de la década del 40, cuando la Argentina buscó y construyó una sociedad cerrada y sobrerregulada. Ahora se nos plantea la posibilidad de cambio en la conciencia de que el mal argentino no es solo el exorbitante gasto público, sino particularmente las malas reglamentaciones.
En una sociedad mal regulada las formas legislativas y reglamentarias se multiplican y confunden. Grupos de interés, cámaras empresariales, sindicatos y sectores dentro de la administración obtienen normas para promover sus privilegios creando un enjambre regulatorio multiplicador de los costos de transacción y responsable del estancamiento económico secular. Se nos presenta un desafío: ¿cómo establecer una sociedad abierta y cumplir el mandato constitucional de “asegurar los beneficios de la libertad”? Al corporativismo se ingresa fácilmente por un camino de buenas intenciones, pero ineluctablemente dirigido al infierno económico del estancamiento. Si el ingreso es sencillo, la salida requiere un enorme esfuerzo.
No hay regulación inocente. Toda reglamentación, por más sencilla que parezca, supone una transferencia de recursos. Por lo tanto, conseguir una norma favorable es también obtener recursos y es la tarea primordial de quienes consiguen rentas políticas. Esta búsqueda es la persecución socialmente perniciosa de transferencias de riqueza con ayuda de los poderes públicos. Obtener con la ayuda del gobierno ganancias que no se hubieran logrado en un sistema de libre competencia.
Esta búsqueda socialmente gravosa de transferencias de riqueza lleva a costos sociales elevados por la elección de políticas para restringir la competencia. Una búsqueda improductiva, destructora de valor y dilapidadora de recursos valiosos por la intervención guberno namental en la economía que lleva a la creación de rentas artificiales e inventadas. Estos esfuerzos para obtener rentas no pueden ser públicos y permanecen ocultos en la maraña administrativa, por eso la transparencia de los actos de gobierno tendría asimismo el beneficio de la reducción de ganancias políticas excepcionales.
El mal no termina una vez creado el arancel, controlados los precios o limitados por ley los horarios y días de apertura comercial, el gasto de lobby debe continuar para defender la situación obtenida. Aparecen pues nuevos gastos no productivos para defender la situación de privilegio legal. Una vez concedida una subvención, privilegio exclusivo, beneficio o renta política, su derogación es dificilísima. Incluso si todos estuvieran de acuerdo en que la suma de esas trabas aprisiona al crecimiento económico, los grupos de interés aceptarían que todo se reforme menos, naturalmente, lo suyo.
Esta corrupción tiene un alto costo, desalienta las inversiones con expectativas de futuro, con lo cual se comprometen la vida y el destino de las futuras generaciones destruyendo las esperanzas de una vida mejor mucho antes de que estas puedan desarrollarse. Destruye la conciencia jurídica al grado de volverse insensible incluso a los delitos de gran impacto, la corruptela adquiere visos de heroísmo descarado.
Pero los costos de transacción son soportados igualmente en la sociedad moderna. Como señala Mancur Olson, los grupos organizados imponen su voluntad sobre los sectores sociales amplios pero desorganizados. Los pequeños grupos de interés tienen un poder desproporcionado frente a la sociedad desorganizada. Son los grupos pequeños quienes tienen una tendencia a imponer su voluntad sobre los grandes, y mucho más sobre la mayoría desorganizada. Porque grandes grupos con intereses económicos diversos no podrán cumplir con las expectativas de todos sus miembros, es consecuencia de los costos de organización cuanto mayor el grupo mayor costo para imponer su voluntad.
Si tenemos en cuenta la importancia de los costos de transacción en las economías modernas la receta de Ronald Coase es altamente pertinente: la reducción de los costos de transacción es en sí misma una estrategia de desarrollo económico, porque permite disponer para el crecimiento recursos perdidos en actividades inútiles.
Un decreto desregulador cumple entonces el mandato constitucional según nos recuerda Alberdi: el sistema proteccionista, que consiste en la prohibición de importar ciertos productos, en los monopolios indefinidos concedidos a determinadas fabricaciones y en la imposición de fuertes derechos de aduanas, son vedados de todo punto por la Constitución argentina, como atentatorios de la libertad que ella garantiza a todas las industrias del modo más amplio y leal, como trabas inconstitucionales opuestas a la libertad de los consumos privados. El gobierno no ha sido creado para hacer ganancias, sino para hacer justicia; no ha sido creado para hacerse rico, sino para ser el guardián y centinela de los derechos del hombre, el primero de los cuales es el derecho al trabajo, o bien sea la libertad de industria.
La Constitución es una gran ley derogatoria, a favor de la libertad, de las infinitas leyes que constituían nuestra originaria servidumbre.
Publicado en La Nación el 21 de diciembre de 2023.