La pandemia sanitaria y económica nos lleva inevitablemente a una pandemia social, que es imprescindible afrontar en toda su gravedad y en todas sus dimensiones.
Con estos niveles de desempleo, la primera política social es considerar que cada empleo es importante y por lo tanto es tan relevante ganar nuevos puestos de trabajo como no perder los existentes por razones ideológicas o de ineficiencia.
Es tiempo urgente de marcar un rumbo económico, pero también de evitar señales que llevan a las empresas a reconsiderar su futuro.
En la Argentina, una sociedad con una historia repetitiva de fracasos, la construcción de confianza es un desafío doble, pues debe ganarle a la memoria; máxime cuando los grados de libertad del presente son tan limitados. Y esa memoria incita a no tomar ningún riesgo adicional.
Si se necesita salvar e incentivar cada empleo, lo primero es implementar las acciones necesarias para que las empresas puedan retomar su funcionamiento con la mayor normalidad posible. Pero también el Gobierno debe entender que en un país sin acceso al crédito la más importante fuente de capital disponible en Argentina es el ahorro de la gente y su vocación por trabajar e invertir (los planes Procrear anunciados con bombos y platillos son solo 200 millones de dólares, una fracción mínima de lo atesorado por el sector privado).Y que se necesita un shock de confianza para evitar que esos ahorros se escondan aun más y lograr que salven empleos y los generen.
Quien atesoró ese dinero mira con lupa cada declaración, cada hecho, antes de ponerlo en la superficie. De allí el error de Vicentin, pero también de una reforma judicial que presagia una Justicia sesgada hacia lo ideológico, incompatible con el discurso de preocupación por la pobreza que se pregona.
El tema de la protección social a quienes están en pobreza es de una dificultad inconmensurable por donde se lo vea, y por ello debería asumirse esta situación crítica como una oportunidad para optimizar las tecnologías de asistencia. La realidad es la de una demanda infinita, escasez de recursos fiscales y una enorme complejidad de administración. Por ello, el eje debe estar en ordenar las numerosas prestaciones existentes y frenar su politización, precisamente porque las personas deben ser más importantes que las ideologías. Y porque esas personas – con un 50% de pobreza- no tienen ningún resto para que se pierdan recursos por mala administración.
Aun sabiendo la dificultad política que ello significa para el actual Gobierno, es esencial avanzar para cambiar de raíz la actual prevalencia de los “movimientos sociales” en el diseño e implementación de las políticas sociales; cuestión en la que hay un apoyo mayoritario de la opinión pública. Y no solo hacerlo por una cuestión ética, sino porque el actual sistema es ineficiente, sobre todo si consideramos la existencia de tecnologías que permiten focalizar las transferencias y asegurar que cada persona reciba lo que efectivamente necesita en función de sus privaciones.
Si con la AUH se pudo reducir sensiblemente el clientelismo, ¿por qué no hacerlo con las nuevas medidas de protección social que se implementen identificando bien a los beneficiarios, sus carencias y necesidades?
En un reciente artículo en LA NACION, Eduardo Levy Yeyati formuló propuestas acerca de la necesidad de asociar acciones de formación continua y formalización laboral a estas transferencias masivas, para lograr que “los empleos a crear no sean empleos subsidiados que reproduzcan la pobreza o la dualidad insostenible (fiscal y socialmente) de una economía con muchos visitantes y pocos socios”. Y a ellas me remito.
Lamentablemente las propuestas de emprendimientos masivos de “trabajo social” tienen limitadas posibilidades de éxito generalizado. Pero para reducir los potenciales fracasos se requiere una administración que mire detenidamente lo que se vaya a hacer en cada territorio, brindando reglas e incentivos para las iniciativas y apoyando mucho a los municipios para que cuenten con herramientas para las intervenciones.
El Gobierno debería encarar un esfuerzo masivo de transferencia de tecnologías sociales a los municipios, de modo que sean ellos- y no los aparatos políticos, nunca sometidos al escrutinio público – los que lideren todas las acciones.
Es posible avanzar en incentivos para la terminalidad educativa; la participación en trabajos públicos, modalidades de autoproducción de alimentos (modelo Prohuerta) y apoyo a iniciativas de emprendedorismo. Estas últimas requieren un sistema de mentoreo que permita a las personas entrar a la lógica del mercado y evitar fracasos tempranos; para el que pueden convocarse a universidades e instituciones sociales.
Pero, nuevamente, se trata de programas extremadamente complejos que no pueden desarrollarse sobre la base de discursos políticos o de pensamiento mágico.
En cuanto a los niños, las ya conocidas cifras sobre la pobreza infantil que tenemos y que se avecinan, colocan este tema en un lugar central; no solo por el presente sino también para evitar un futuro que los condene a la pobreza eterna.
Para ello, además de focalizar las ayudas monetarias en los niños en función de sus reales necesidades- como lo proponen brillantes trabajos del Cedlas de la Universidad de La Plata-, es esencial que la transferencia de tecnologías sociales hacia los municipios les permita perfeccionar las múltiples dimensiones en las que se puede trabajar al interior de los hogares o en los servicios públicos y sociales de apoyo a los niños pobres. Existen experiencias sociales exitosas que se pueden reproducir para mejorar el cuidado y la alimentación; dar más herramientas a las familias; optimizar el trabajo en las escuelas, etc; y para las que se pueden pedir ayudas a instituciones locales e internacionales.
Finalmente, pero no menos importante, esta crisis debería ser una oportunidad para avanzar decididamente en todas las reformas necesarias para que la educación pública pase a ser una herramienta de progreso de los más pobres y no de exclusión definitiva. De todas las enseñanzas de la pandemia, una de las más brutales es la evidencia de la segregación social generada por el acceso diferencial a las tecnologías. ¿Quién puede negarse a discutir este tema profundamente y actuar en consecuencia? ¿Es posible seguir priorizando intereses corporativos por sobre las necesidades ya desesperantes de los más pobres?
Es en este tipo de decisiones donde se ve realmente la sensibilidad humana, más allá de los discursos políticos.
En este drama debería haber una oportunidad. Esperemos que el Gobierno se anime.
Publicado en La Nación el 12 de agosto de 2020.
Link https://www.lanacion.com.ar/opinion/ahora-vamos-pandemia-social-nid2418528