¿Qué nos dice la presidencia sui géneris de Alberto Fernández sobre el peronismo actual? Aunque es atractivo presentar la división de tareas con la vicepresidenta Cristina Fernández como un choque entre la «razón» de él y la «naturaleza irreprimible» de ella, lo cierto es que hay dos razones en juego. Y en esa tensión se juega la identidad del proyecto peronista, en medio de la crisis económica y de la pandemia de covid-19.
Hay coincidencia en que el peronismo del siglo XXI, que ya va a cumplir 20 años (ninguno de mis alumnos de grado recuerda su nacimiento) es una respuesta a la crisis social del periodo 1998-2001. Y aunque en esto no haya tanto acuerdo, yo creo que es, además, una de las tantas respuestas a una crisis más larga en la que el peronismo del siglo XXI es parte involucrada y no, como pareció bajo la conducción de Néstor Kirchner, la solución.
En un comienzo, la recuperación económica veloz a «tasas chinas» producida durante el gobierno de Kirchner, con alta inversión, alto ahorro y baja inflación, nos hizo pensar que estábamos ante una nueva y original presentación del peronismo en sociedad y ante una respuesta incorporadora a la masiva pobreza urbana, tanto más activa que en el pasado a la hora de relacionarse con el Estado. Con un poco de benevolencia, podía caratularse ese experimento como un desarrollismo popular bendecido por el crecimiento económico y la creación de empleo. Sin embargo, fue un espejismo, pero un espejismo que confundió a muchos que creyeron ver en él una tendencia de largo plazo.
Cuando la reanimación productiva fue moderándose y sufriendo tropiezos significativos, como el de 2008-2009, se descubrió que aun con su potente efecto derrame pervivía un nivel de pobreza de al menos 25% de la población (probablemente 30%) y un mercado de trabajo fragmentado con alrededor de 40% de informalidad. Las viejas verdades políticas del peronismo, fundadas en el supuesto de una base popular homogénea (dejemos de lado la discusión acerca de si eso fue cierto alguna vez), debían ser revisadas: los estratos sociales más sumergidos cobraban un inevitable protagonismo. Fue como si la Fundación Eva Perón hubiera sido en los años 50 el principio activo de la justicia social, y no, como en efecto fue, un componente marginal.
Naturalmente, el sindicalismo y los trabajadores formales todavía tenían peso durante el Bicentenario (2010), pero su influencia en el reparto del poder dentro del peronismo era menor que en el pasado. En primer lugar porque, como en la casi totalidad del mundo occidental, muchos de esos trabajadores formales estaban empleados en actividades de servicios atomizados y con escaso poder de movilización; y en segundo lugar porque, como nos advirtió en sus estudios Steven Levitsky, con el advenimiento de la democracia la clase política peronista pudo caminar sobre sus propios pies, emancipándose de la tutela financiera de los sindicatos para abrevar desde entonces en los presupuestos públicos. Aquel 1983 en que el dirigente metalúrgico Lorenzo Miguel decidió en la sede de su gremio quién iba a competir contra Raúl Alfonsín fue el canto del cisne del movimiento obrero organizado como columna vertebral del justicialismo. Lo que quedaba como baluarte era el Jimmy Hoffa argentino: el líder de Camioneros, Hugo Moyano.
El peronismo político territorial, más bien policlasista, que habitaba en las unidades básicas –como se conocen las sedes del Partido Justicialista– de los barrios y los pueblos, y que resolvía, con tensiones no menores, la competencia por los puestos electivos en provincias y municipalidades, perduró. Pero con el paso de los años se volvió un testigo impotente de la fractura social que no revertía y que demandaba fondos imposibles de obtener por fuera del auxilio del gobierno nacional. Lentamente, las unidades básicas fueron desapareciendo: el pequeño comerciante y el abogado no querían compartir techo político con el «cartonero» (recicladores informales) y los vendedores ambulantes que se asomaban a la puerta más en busca de ayuda pecuniaria que con la intención de anotarse en un cursus honorum político que les era ajeno. De modo que, con el paso del tiempo, en el mosaico peronista quedaron los pobres como lo más homogéneo e intenso dentro de la inmensa heterogeneidad, y su particular cursus honorum político correría en paralelo a las modalidades tradicionales.
De las mutaciones sociológicas hasta aquí descriptas y sus efectos sobre la cohesión peronista escribió abundantemente Juan Carlos Torre. Lo que quiero subrayar, partiendo de las constataciones de Torre, es que fue Cristina Fernández, con su talento político, la que descubrió el nuevo e inesperado equilibrio peronista, más cercano a uno de los polos de la geografía social que en cualquier otro momento de su historia. Lo descubrió, probablemente, con la derrota en las elecciones intermedias de 2009, expresión un tanto cruel de la inconstancia de la clase media. Y luego iría perfeccionando su descubrimiento.
Las preguntas intuitivas que se hizo fueron quizás las siguientes: ¿había que recorrer el camino largo de la inversión, como quizás por azar había recorrido por unos años su marido, para reabsorber la infección de la pobreza? ¿No había quedado demostrado que, al menor tropiezo, como durante la Gran Recesión mundial y sus repercusiones internas, se perdía una parte de lo ganado y había que volver a empezar? ¿No era mejor recorrer el camino corto de la mitigación y la asistencia empática, con las herramientas del gasto público social y la apreciación cambiaria, más al estilo del Perón de 1946 a 1948? Y si con eso no alcanzaba para ganar las elecciones por aquello de los inconstantes, ¿no se podía extender la política «asistencial» a las clases medias, sobre todo por la vía de las tarifas de los servicios públicos abaratados, para que justamente por inconstantes y veleidosas esas clases medias volvieran al redil? Contestándose esas preguntas con las respuestas que el lector puede imaginar, Cristina Fernández comenzó su propio recorrido, el que la llevó a su momento glorioso: en las elecciones presidenciales de noviembre de 2011 obtuvo un porcentaje de votos más alto que cualquier otro candidato entre 1983 y 2019 (más de 54%), y lo obtuvo a costa de un desequilibrio económico mayúsculo que no pareció perturbarla, por lo menos en un principio.
De este modo nació el cristinismo, trayendo consigo el ocaso del kirchnerismo. Muy poco después del triunfo electoral, las clases medias más acomodadas y hasta sectores de la clase trabajadora encontraron fundados motivos pecuniarios para darle la espalda. Y cuando ello ocurrió, Cristina Fernández se convirtió gradualmente en la líder de un movimiento plebeyo –el movimiento de los hijos de la tierra–, en la protectora de los pobres, en la abanderada de los humildes. Lo cierto es que desde entonces se ocupó escrupulosamente de remarcar con colores cada vez más intensos los tintes de esa identidad. Así lo hizo en los dos años agónicos de su segunda presidencia, atravesados por la crisis económica, y con más facilidad, liberada de las responsabilidades de gobierno, en los cuatro años que permaneció en el llano. La primera mujer en llegar a la Presidencia por el voto popular; una mujer viuda y perseguida: esos fueron los rasgos que subrayó para alimentar la lealtad emocional de las orillas y para ganarse el apoyo entusiasta de los jóvenes rebeldes y progresistas de las ciudades. ¿Cuánto se parecía eso a la tradición peronista? La pregunta no tenía ni tiene sentido. La única regularidad en la proteica tradición peronista es el anclaje popular. Por lo demás, todo puede ser distinto. En este caso, incluso, distinto en el sorteo misterioso de la vida y de la muerte. Cristina y Néstor evocan a una Evita viva y a un Perón muerto.
Ante esta situación cobran sentido otras preguntas: ¿podría haber gobernado Evita «la patria, al movimiento y a los hombres» en los años 50? ¿Puede Cristina Fernández gobernar hoy la patria, al movimiento y a los hombres? Dejo de lado la primera pregunta contrafactual. La segunda la contestó la ex-presidenta y se respondió que no: que así ni siquiera podía ganar las elecciones presidenciales de 2019. Y con esa respuesta fabricó una historia, la historia que estamos viviendo.
Contestó que no y que no podía ganar las elecciones al comenzar la semana de mayo de 2019, cuando comunicó usando la tecnología moderna que el candidato a presidente por el peronismo sería Alberto Fernández. Pero se trataba nada menos que del jefe de campaña de Sergio Massa, quien en las elecciones intermedias de 2017 le había arrebatado el triunfo a la propia Cristina Fernández en la provincia de Buenos Aires –su lugar en la política– por un puñado de votos. Además había sido jefe de Gabinete en la época de Néstor Kirchner y luego se había distanciado y había criticado duramente a la ex-presidenta.
Lo que Cristina Fernández comunicó entonces fue su debilidad electoral (al menos para los parámetros peronistas), pero también su fortaleza para ungir a un candidato y llevarlo a la Presidencia. Lo que diseñó ese día es de un extraordinario interés: una Presidencia débil elegida por una líder política débil, confinada a lealtades minoritarias, pero llena de astucia. Sin ese acto el peronismo no le habría perdonado nunca la obcecación con una candidatura imposible. Sin embargo, la ingeniería política necesaria para completar el trabajo no se acababa en la astucia. La «abanderada de los humildes», si volvemos a la simbología de Eva Perón, tenía algo así como 30% de los votos, y no estaba claro cuánto podía sumarle Alberto Fernández, de modo que había que tejer una coalición y dar puntadas muy resistentes para que esa coalición no se deshilachara. Así es que los argentinos estamos gobernados hoy por una coalición. ¿Qué coalición? Una coalición política de peronistas con peronistas que se desconfían entre sí, temerosos, como ya es habitual en todo el arco político, hasta de sus propios celulares. Literalmente, para los tiempos que corren, la imaginación al poder.
¿Es factible esa coalición? ¿Puede mantenerse como tal y gobernar? Para ensayar una respuesta, apelemos provisoriamente –y desfigurándola un poco– a la fábula de la rana y el alacrán. En la fábula, la rana es la razón y el alacrán es la naturaleza irreprimible. La rana, en este caso Alberto Fernández, es la razón de gobierno que tiene que cruzar el río, pero cargando en su lomo al alacrán, esto es, a Cristina (perdóneme el lector cristinista por una analogía de dudoso gusto). A diferencia de lo que ocurre en la fábula, en nuestra narración política el presidente no puede elegir: está obligado a cargar con la ex-presidenta, pero al igual que en la fábula, no cree que prime en ella la naturaleza irreprimible. ¿Por qué habría Cristina Fernández de clavar el aguijón si con eso se hundiría también ella? ¿No le conviene colaborar y llegar a la otra orilla? Él tiene razón. No hay ningún argumento plausible para que ella clave el aguijón. Cristina Fernández no es el alacrán, no es la naturaleza irreprimible, es también la razón.
Solo que es otra razón, no la razón de gobierno, sino la razón de una líder popular radicalizada que ya no puede representar a las mayorías y está legítimamente obsesionada por retener a su minoría, la primera minoría. Ella tiene que cuidar a los suyos y hacer visible que los está cuidando, no solo materialmente sino también en el mundo más inasible de las ideas (sobre todo para los jóvenes, a quienes conquistó con la agenda moderna del feminismo, el aborto legal y la lucha contra el cambio climático). Cristina Fernández es la izquierda realmente existente en Argentina, y en tanto apartada por su propia voluntad de las difíciles decisiones cotidianas de gobierno, se permite (y le conviene) cultivar la intransigencia. Ya ha transado al modelar el reparto de posiciones en la administración. No le hace falta más. En cada señal que emita y con la cual tiña con sus colores al gobierno, buscará confirmar su identidad y disolver cualquier duda que periódicamente surja sobre su jefatura política. Buscará, pues, que nada difumine la interpretación de sus actos. Ella querrá presentarse como la claridad absoluta, en medio de sus muchas oscuridades. La claridad de la distribución del ingreso, de la protección social, de la centralidad del Estado. «A mi izquierda la pared», dijo, yo creo que sinceramente, en agosto de 2014. Habrá entonces más de un Vicentín en el futuro, aunque no necesariamente sean estatizaciones, como en este caso ocurrió con la cerealera. Y en cada Vicentín habrá una batalla heroica en la que le interesará ganar, aunque preferirá perder antes que negociar. Es lo que nos enseñó junto con su marido en el conflicto con el campo de 2008, un momento fundacional del kirchnerismo, y lo que repitió en el litigio con los acreedores externos.
De modo que Cristina Fernández no clavará el aguijón en sentido estricto, pero su debilidad política de origen y las iniciativas a las que esa debilidad la obligan acentúan la debilidad política del presidente, porque le impiden transmitir una visión nítida, si es que la tiene, de su propuesta para la nación. Y si es así, dos debilidades no hacen una fortaleza. Gobernar es para Alberto Fernández negociar, como lo demostró en el mencionado conflicto con el campo. En una entrevista del 17 de julio de 2018 contestó: «De la 125 aprendí que cuando uno va por todo es probable que se quede sin nada», en referencia a la resolución que originó el conflicto agrario. Si Alberto Fernández es la razón de gobierno, con sus necesarios zigzagueos y su condimento de ambigüedad, la repetida confirmación de que «Cristina es Cristina» es un peso creciente sobre la rana que nada, no porque busque deliberadamente destruirlo, sino porque inevitablemente ella tiene su propia razón.
La razón presidencial apuntando a la negociación y al consenso –una de sus palabras favoritas, vecina de los «denominadores comunes» del ex-presidente Raúl Alfonsín– encontró espacio para expandirse y ganar una notable popularidad con ese trueno en cielo sereno que fue la pandemia de covid-19. Pero sería un error pensar que eso le dio un sentido a su gobierno. El sentido del gobierno de Alberto Fernández todavía no lo sabemos. Y mucho menos lo sabemos al momento de auscultar la inmensa amenaza de crisis económica que se cierne en el horizonte. Sobre Alberto, Cristina y la crisis económica diremos, tentativamente, unas pocas palabras finales. Quizás contribuyan a echar un poco de luz adicional sobre nuestro argumento.
Hay una asimetría. Cristina no gobierna, quien gobierna es Alberto y él es quien rendirá cuenta de sus actos y de sus firmas en el despacho. Se dice con frecuencia que quien gobierna es ella, pero eso es en el mejor de los casos una conjetura y en el peor, propaganda política. Fue el presidente quien, antes de que se desatara la pandemia en Argentina, tomó la decisión de desindexar de facto el sistema previsional, algo que Mauricio Macri no pudo hacer. Fue él quien dio marcha atrás en las reducciones de impuestos del propio Macri y quien aumentó las retenciones (impuestos a las exportaciones agrarias). Fue él quien mantuvo un tipo de cambio razonablemente alto y endureció el control de cambios para garantizarse el superávit comercial contrayendo las importaciones, con el aplauso de la Unión Industrial Argentina (UIA). Fue también él quien, ayudado ya por el miedo que la pandemia generaba, neutralizó las presiones salariales y el conflicto distributivo. Para fines de marzo, el bosquejo que se podía hacer de Alberto Fernández al comando de la economía era el de un hombre preocupado por la cuestión fiscal, por la negociación de una «deuda heredada», por la escasez de dólares, por la inflación y por el futuro de la industria. En síntesis, un peronista prudente y proteccionista, como tantos. No había razones para que la razón de Alberto discrepara de la razón de Cristina, que puso su propio ingrediente con el impuesto a la riqueza.
Ocurrió, sin embargo, que con la pandemia se alteraron las miradas y se entró en el reino de la libertad de opinión sobre el futuro. Suele ocurrir con las guerras y las pandemias. Cuanto más incierto el futuro, más se excita la imaginación. Pero de nuevo aquí la asimetría. Alberto Fernández, el gobernante, tiene la imaginación acotada por los desafíos diarios, le está vedado volar, no puede irse alegremente a naufragar con su balsa, está obligado a moverse a ras de tierra. Su agenda de corto plazo es ineludiblemente banal y al mismo tiempo crucial: ¿cómo reducir el déficit fiscal y reabsorber la emisión monetaria que unánimemente se aceptan hoy y unánimemente se rechazarán mañana? ¿Cómo evitar una gran depresión productiva? ¿Cómo, en otras palabras, eludir una dinámica caótica, la amenaza que pende sobre la cabeza de los argentinos? Y lo más llamativo es que su agenda de largo plazo ya comenzó, porque la diferencia entre corto plazo y largo plazo es conceptual, no temporal.
El presidente sabe que una vez levantadas las infinitas cuarentenas se producirá al menos un automóvil, y no cero automóviles, y a ese insólito fenómeno lo podemos llamar reactivación. Pero también sabe que para crecer sustentablemente (esa palabra sí que la aprendió), esto es, para ir un paso más allá de la corta reactivación, el cuarto gobierno peronista del siglo XXI está obligado a una revolución difícil y dolorosa: cambiar la composición clásica de la demanda agregada peronista a favor de las exportaciones y las inversiones para sostener el consumo. ¿Estamos hablando por enésima vez, esta vez en clave contable, de la agonía de la Argentina peronista?
Las dos agendas implican el tránsito por un campo minado, no por el campo florido de la felicidad popular. Y son agendas que implican una economía más abierta y menos estatal, eso que revuelve las entrañas de la tradición peronista y remueve su arquitectura original. ¿Podrá Alberto Fernández incorporarlas como parte de su razón de gobernante, incluso dando marcha atrás de algunas de sus decisiones originales? Y más importante: ¿podrá la razón de la jefa radicalizada «dejar hacer», esperando con paciencia una oportunidad política que puede no llegar nunca? Dice Fernando Henrique Cardoso que cuando esperamos lo inevitable ocurre lo inesperado, pero si tengo que imaginar una Cristina para las coyunturas críticas que vienen, acuden a mi mente dos figuras: una es la Cristina de las iniciativas huracanadas que trastocan el mapa político y que, por la propia naturaleza de su poder, perturban al gobierno y lo desvían de su complicada rutina; la segunda figura, si se me permite la analogía literaria, es el Antonio Conselheiro de La guerra del fin del mundo, la mejor novela de Mario Vargas Llosa, ese Antonio Conselheiro que encabezó una guerra heroica contra los poderosos en defensa de los principios del Buen Jesús.
Cualquiera sea la Cristina que nos depare el futuro, nada será fácil para el gobierno de Alberto Fernández.
Publicado en Nueva Sociedad en junio de 2020.
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