La pandemia del coronavirus justifica medidas excepcionales. En eso estamos todos de acuerdo. Pero las emergencias son peligrosas para la democracia: ponen en suspenso los mecanismos institucionales y permiten al gobierno concentrar un poder libre de contrapesos. Por eso conviene reflexionar sobre el mejor modo de administrarlas a nivel político.
En un extremo del tablero encontramos el estado de emergencia genuinamente democrático. El Ejecutivo asume funciones especiales bajo el estricto compromiso de no usar sus prerrogativas para avanzar su agenda partisana o dirimir cruzadas ideológicas. Del lado contrario del espectro aparece el “estado de excepción”. Originalmente acuñada por el jurista nazi Carl Schmitt para sepultar teóricamente a la República de Weimar, esta categoría filosófica es igualmente aclamada por los autoritarios de izquierda y de derecha. La noción alude a la potestad del “soberano” de suspender las garantías constitucionales para crear un nuevo régimen legal, político y moral. La coartada: cuando una crisis vuelve obsoletas las estructuras previas, la comunidad solo puede subsistir si se instaura un orden nuevo. La tarea de “normalización” se realiza mediante una confrontación radical “amigo-enemigo”; una colosal movilización simbólica que acaba por convertir a los díscolos en una amenaza para la nación.
El gran desafío cívico de las crisis es impedir que los gobiernos transiten hacia el segundo modelo. Si bien la Argentina parece lograrlo, es crucial mantenerse alerta. En varias de sus apariciones, el Presidente sucumbió a la tentación profética, vaticinando un nuevo paradigma político que no todos sus gobernados comparten ni desean. No sorprenden las referencias al Santo Padre: bajo la utopía solidarista de Fernández resuena la doctrina social de la Iglesia. A medida que la crisis se agudiza también resurge la conocida retórica agonal: ricos contra pobres, chetos contra conurbano, solidaridad contra lucro miserable, vida contra capital. Si insistimos en esta vieja receta fascista, la unidad pronto dejará de ser cooperación democrática en la diferencia para convertirse en complacencia y disciplinamiento.
Para evitar el desborde autoritario es crucial que los medios y la oposición asuman un rol más activo. Miles de conciudadanos están privados del derecho constitucional de volver al país; su repatriación está por ahora supeditada a la voluntad discrecional del Ejecutivo. Mientras tanto, el Gobierno arresta y confisca bienes en feria judicial, reviste a los intendentes con atributos comisariales, impone multas a empresas y prepara un impuestazo con el Congreso cerrado y las libertades civiles en suspenso. El cuadro se completa con experimentos de ciberpatrullaje.
Las crisis demandan responsabilidad, es cierto. La principal responsabilidad del Gobierno es salvar vidas, y la de la oposición es cumplir su labor de fiscalización democrática. Cuanto mayor es el poder del Ejecutivo tanto más control se necesita. Tal vez ya sea hora de sacar a la democracia de la cuarentena. El virus del autoritarismo siempre acecha.
Publicado en La Nación el 29 de abril de 2020.