“Conciencia 0, cumplimiento 0. Acá estamos librados a la buena de Dios…” Así sintetizaba el referente de un populoso barrio de la zona sur de GBA el grado de acatamiento a la cuarentena. Era lo esperable. Lo sorprendente es que no haya habido conciencia de esa realidad y aplicando allí políticas preventivas diferenciadas para evitar la propagación de la pandemia. Tampoco es fortuito: hay varios procesos que se yuxtaponen para comprender esa omisión por parte de las autoridades públicas.
En primer lugar, la inercia de la sociedad inclusiva que supone una ciudadanía homogénea, cuando esta se perdió hace décadas, y de cuya torsión aún no hemos tomado debida conciencia.
Luego, el distanciamiento burocrático que implicó la reforma de las políticas administrativas de la pobreza desde fines de los 2000 cuando se “cooperativizó” falazmente a los beneficiarios burocratizando a los antiguos referentes barriales. Se los sustituyó por volátiles jefaturas multibarriales sin anclajes territoriales, salvo la común pertenencia a una delegación municipal o a un colectivo social.
En las comunidades empobrecidas, la priorización de las relaciones cara a cara constituye una necesidad para la subsistencia. Se trata de ciudadanías colectivas de identidades definidas por el parentesco, la vecindad, la religión o la etnia.
La ciudadanía individual es allí tan poco factible como los criterios meritocráticos de promoción social. Esos vínculos se han reforzado durante la última década conforme se consolidó el citado distanciamiento entre dirigentes y dirigidos, pero registrando una deficiente institucionalización.
El poder, en este caso el local, ha perdido el magisterio de los antiguos intendentes y punteros sobre la necesidad de contención de esos grupos, no solo mediante la bolsa de alimentos sino de la presencia en situaciones de emergencia ajustando las políticas a las necesidades.
Los más veteranos recuerdan con nostalgia aquellos tiempos de caudillos que compartían su origen social, seguían residiendo en los barrios; y ante una inundación, por caso, se ponían al frente de los botes de rescate asistiendo todos los días a los sitios de concentración de los evacuados.
No vamos a insistir en la obviedad repetida hasta el cansancio por los medios durante las últimas semanas: el hacinamiento, la escasez de agua potable, los lazos de ayuda mutua en el interior de estas redes sociales como obstáculos para la cuarentena. Cabrían añadir otras especificidades culturales como una concepción entre fatalista y hedonista de la corporalidad, representaciones propias sobre las fronteras entre la vida y la muerte, y la idea de pequeña patria hermética concentrada en un “aquí y ahora” intenso respecto del cual todo lo que ocurre en otros barrios, y mucho más en los grandes centros urbanos, resulta ajeno y distante.
En esos contextos, una interrupción abrupta de la sus rutinas cotidianas de sociabilidad incluso extra hogareña en hogares o conjunto de hogares hacinados hubiera disparado conflictos en su interior de fácil propagación intervecinal y de difícil contención comunitaria. A ello debe sumársele que en el concierto de las actividades formales de esas barriadas se destacan la enfermería, las fuerzas de seguridad, los servicios domésticos y la recolección de residuos que naturalmente generan un flujo de personas más intenso desde los hogares al trabajo potenciando el peligro.
En un plano más coyuntural, el cobro de recursos asistenciales como la AUH y demás subsidios de emergencia el viernes 3 han aliviado la situación de penuria. Pero la promiscuidad brutal de su implementación acentuó aún más el tránsito intervecinal.
¿Todo esto quiere decir que se debe aceptar con fatalismo la imposibilidad allí del aislamiento social obligatorio? Sin duda; aunque pudieron haberse adoptado medidas de sustitución. Por caso, en torno de este último episodio formas de cobro más ágiles y descentralizadas evitarán semejante movimiento poblacional utilizando como plataforma programas como “El Estado en tu barrio” abandonado desde diciembre.
Por lo demás, uno de los saldos virtuosos de las políticas asistenciales de los ´80 y los ´90 ha sido un sólido cimiento de instituciones bajo la forma de clubes, sociedades de fomento, centros culturales, comedores comunitarios, jardines materno-infantiles entre muchas otras.
Con el debido apoyo de las autoridades, sus referentes pudieron haber desplegado didácticamente la instrucción de modalidades de profilaxis, la difusión gratuita de insumos como barbijos, alcohol en gel y agua de lavandina, etc.
Sin esa apoyatura quedan inermes e impotentes. Sin duda que resulta encomiable la asistencia alimentaria distribuida por el Ejército, aunque con los reparos propios de su focalización puntual solo en algunas zonas de alta volatilidad supeditada menos a meditadas políticas públicas que a las pujas en el interior del oficialismo.
Se ha perdido mucho tiempo; pero tal vez sea posible algún margen para evitar el infierno tan temido: que la pandemia hinque sus fauces en nuestros suburbios pobres y marginalizados. Una tragedia de proporciones inimaginables y de consecuencias incógnitas. Es hora, entonces, que la política vuelva a pisar las calles de barrios populares y que esa experiencia sustituya para siempre las cínicas perspectivas del “pobrismo”.
Publicado en Clarín el 22 de abril de 2020.