Hace once años moría Raúl Alfonsín. En esos días el reconocimiento fue inmediato. Surgió una ola de unanimidad que señalaba sus méritos. El primer presidente del retorno democrático. Más de 80 mil personas concurrieron a sus exequias: un gesto de otros tiempos en el que no todo pasaba por la televisión, en los que la gente no era testigo mediático, sino que participaba de los eventos. Utilizando un término al que se le da otro significado: el consenso alfonsinista.
Con el correr de los años, tras su muerte, ese consenso alrededor de su figura sólo fue en aumento. De ambos lados de la grieta se blande su figura, se lo pone como ejemplo. Muy posiblemente, la figura de Raúl Alfonsín siga creciendo a través del tiempo hasta alcanzar la imagen de un prócer, de alguien incontrastable, irreprochable.
De los muchos posibles, el Alfonsín que tal vez sea más preciso y urgente rescatar es el Alfonsín ciudadano. Naturalmente no se debe soslayar al político, al presidente ni al estadista. Todos ellos convivieron en él.
Pero en tiempos convulsionados, de desconfianza (fundamentada) hacia la clase política, Alfonsín aparece como un gigante cívico. No se le conocieron negociados, agachadas, fortunas previas, ventajas impositivas, mansiones, hoteles ni demás prebendas varias. Vivió siempre en el mismo departamento y su estilo de vida no sufrió modificaciones tras el paso por la primera magistratura.
Pero en esa dimensión de héroe cívico se debe destacar su propensión permanente al diálogo. Un diálogo genuino, no para la tribuna ni demagógico. Sentarse con el interlocutor de turno a escucharlo, a construir un nuevo espacio. Esa predisposición inicial no era ilimitada ni se deformaba por un fin superior. Su diálogo, la posibilidad de que este fuera fructífero, tenía la condición de la racionalidad, de la equidad. No aceptaba cualquier condicionamiento. Es por eso que los ejemplos públicos se acumulan. La respuesta a Reagan en los jardines de la Casa Blanca, la réplica al Obispo desde el púlpito, o el discurso firme en medio de los silbidos en la Sociedad Rural. El héroe cívico debe, imprescindiblemente, ser un cúmulo de convicciones que no ceden ante la presión, la conveniencia, ni la codicia.
Si su rezo laico más conocido fue el recitado del preámbulo constitucional con el que terminaba cada acto de campaña, podemos agregar otra plegaria laica alfonsinista: “Cada uno vaya con sus banderas y sus próceres con su identidad y sus propuestas, pero que dejemos un lugar más arriba para que flamee la bandera argentina”.
No alentaba falsos y peligrosos nacionalismos -su conducta en los momentos claves lo demuestra-, sino aceptar las diferencias, procurar el acercamiento y así posibilitar la creación de un destino común.
En 1999 sufrió un accidente en la Patagonia. Estuvo muy grave. Su cuerpo salió volando por el parabrisas de la camioneta que lo transportaba por intrincadas y precarias rutas del Sur en medio de una campaña política. Esa determinación, ese continuar haciendo lo que él creía que debía hacer, lo que estaba en su naturaleza, es una de sus marcas de agua. Era un político. Y creía en la oratoria, en el poder de la palabra, en el acercamiento con la gente, con sus votantes. Convencerlos artesanalmente, de a uno. Así llegó a ser Presidente.
El libro Alfonsín, mitos y verdades del padre de la democracia, una excelente biografía escrita por Oscar Muiño, abre con una gran escena: “Era noctámbulo, trasnochaba, se levnataba tardísimo, fumaba mucho, llegaba tarde a las reuniones. Un radical típico. Un día, de repente, largó el cigarrillo, se inventó una rutina, comenzó a convocar gente temprano en las mañanas, dejó la noche. Cuando me enteré, supe que Alfonsín quería ser presidente”.
El camino fue largo. Desde Chascomus, a la Provincia de Buenos Aires, luego al Partido Radical, por último la candidatura presidencial. Es muy difícil encontrar en políticos de largas trayectorias que en todas esa décadas hayan estado siempre en el lugar correcto. Mucho más en un país como Argentina en el que los cambios son constantes y abruptos, y en el que los entusiasmos tienden a sobredimensionarse y volcarse hacia la peligrosa unanimidad.
Muchos de los entusiasmos públicos y casi unánimes de la Argentina contemporánea encontraron a Alfonsín expresando (con determinación) su disenso. Se manifestó en contra de la proscripción del peronismo a principios de los sesneta, a Onganía, a la ilusión de la unidad nacional impulsada por Balbín, a los crímens de la Triple A, no cedió a la ilusión de la violencia política, se opuso a la Dictadura Militar y fue una de las muy escasas voces que se expresó en contra de la Guerra de Malvinas. Todo eso antes de alcanzar la presidencia nacional.
A fines de 1975 fue uno de los fundadores de la Asamblea Permanente para los Derechos Humanos, un organismo de vital importancia en esos años. En 1983 después de ganar las elecciones presionó al gobierno saliente de Bignone para adelantar el traspaso de mando. Los militares querían postergar la transición otros seis meses más. Alfonsín fue quién eligió la fecha del 10 de diciembre para que coincidiera con el Día Internacional de los Derechos Humanos. Toda una declaración de principios.
Si algo se mantuvo incólume durante su campaña de 1983 y a lo largo de su mandato fue la presencia en su discurso de las palabras vida, democracia, libertad. Ese es, sin el menor lugar a dudas, su gran legado.
Fue quien con su impronta, decisión y coraje logró dotar a las instituciones argentinas de un cariz democrático. En un país que no tiene tradición en el tema, en el que quien ejerce el poder lo hace, de una manera u otra, de manera cada vez más autocrática, Alfonsín logró que los mecanismos democráticos -agrietados, deformados, poco arraigados- se convirtieran en una norma. Naturalizó la institucionalización de nuestra democracia. Tan eficaz fue su labor en ese cuestión que aún tras 30 años de deterioro en la calidad democrática, de pérdida de calidad de la discusión pública, la democracia sigue en pie y es el único sistema concebible para la gran mayoría.
El discurso de Semana Santa, luego del primer levantamiento Carapintada, quedó en la memoria colectiva como el de “Felices Pascuas, la casa está en orden”. Sin embargo, ese discurso está articulado con los otros dos que dio en esos días de abril del 87, la presencia de él en el lugar de los hechos en medio de un clima de una hostilidad insoportable (tal como lo muestra el documental de Sergio Wolf, Esto no es un golpe) y otra línea de esa pieza oratoria improvisada. A la síntesis popular le faltó la frase más importante de su alocución: “No se ha derramado sangre en la Argentina”.
A cinco días de asumir ordenó la creación de la Conadep y el juzgamiento a las cúpulas militares. Algo inédito en la historia contemporánea. Desde el Estado trató de brindar una respuesta a la barbarie de los años anteriores, de dar cuenta de la masacre, intentó que se hiciera justicia a pesar de que las condiciones no eran las más propicias, ni los consensos tan masivos y pacíficos como en la actualidad.
Otros logros en plan de normalizar la situación y de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos (con la ilusión de que el lema de campaña “con la democracia se cura, se come, se educa” se convirtiera en realidad) fueron el plan nacional de alfabetización, el respeto de las autonomías provinciales -sin manejos extorsivos-, el Plan Alimentario Nacional, el divorcio, la resolución del conflicto del Beagle, la inserción internacional del país.
Un pequeño gesto que habla de su personalidad. Cuando la Selección regresó de México con la Copa del Mundo no cedió a la tentación de compartir el balcón de la Casa Rosada con Maradona y los otros jugadores.
El fracaso económico que finalizó con el colapso hiperinflacionario es el gran estigma de su gestión. Su caída fue dolorosa y anticipada. Durante años pareció que ese innegable fracaso de su política económica empañaría su imagen. El paso del tiempo permitió que se pudieran apreciar sus virtudes y la singularidad de su estatura democrática.
Luego de traspasar el mando, abandonó el poder pero no la política. Le hubiera resultado imposible. Fue el impulsor del Pacto de Olivos que permitió la reforma constitucional y la reelección de Menem. Cuando el dos veces presidente insistía en la re-reelección, Alfonsín se opuso con absoluta firmeza. Se sentía traicionado. Era además de una cuestión pública, un tema personal. Estaba en juego su palabra, su figura. Amenazó con la resistencia civil si se incumplía lo pactado. Luego fue fundador e impulsor de la Alianza que llevó a De la Rúa a la primera magistratura. Con el transcurso de los meses se fue alejando de las decisiones del presidente radical. En el 2002, desde su banca de senador, a la que luego renunciaría, apoyó el gobierno de transición de Eduardo Duhalde.
Los últimos años los pasó inmerso en su vocación. Dando discursos, juntándose con gente de distintos sectores, pensando el país, haciendo política. Se enojó cuando el kirchnerismo quiso reescribir la historia de la actitud de los gobiernos democráticos ante las violaciones a los derechos humanos, olvidando la labor de la Conadep y del Juicio a las Juntas.
A once años de su muerte la figura de Raúl Alfonsín se engrandece cada vez más. Más allá del político, más allá del presidente, más allá de sus errores de gobierno y de sus aciertos, lo que asoma con mayor contundencia día a día es la evidencia que un presidente es un ciudadano. Y ese, su ejemplo cívico, es el que sobrevivirá para siempre.
Publicado en Infobae el 31 de marzo de 2020.