La crisis exige liderazgos pragmáticos y razonables, y es probable que la gente lo entienda y los premie. Está dispuesta a seguirlos en la adversidad, perseverar en el esfuerzo y asumir sacrificios a cambio de una promesa acotada, mezquina: evitar males mayores.
Porque la crisis no solo será larga, si no que al final del túnel a casi nadie le esperan ganancias por el esfuerzo realizado, no habrá frutos de la victoria para repartir, ni siquiera un más o menos rápido rebote de las economías para olvidar las penas. Es inimaginable, por lo tanto, un cierre con desfile triunfal, balcones adornados de banderas y un cielo de papelitos. Y conviene advertir contra las analogías bélicas, en estos días tan de moda, pues alimentan expectativas exageradas: con las guerras las economías se aceleran y expanden, y acá sucede lo contrario; todos los países van a salir perdiendo de esta emergencia, todos seremos más pobres; salvo tal vez el que invente la vacuna, el único que podrá lucir merecidos laureles; el resto a lo más que podemos aspirar es a perder lo menos posible.
Hoy los líderes irresponsables e imprudentes están en baja. Los populistas radicalizados de todos los signos, desde Trump y Bolsonaro hasta Cristina, Maduro y AMLO, quedan en ridículo y son masivamente rechazados. Pero hay que ver qué sucede más adelante, allí donde las pérdidas sean difíciles de aguantar. Puede que esos u otros personajes parecidos tengan su oportunidad, porque la confianza en los demás, incluso en gobernantes de turno que hicieron su mejor esfuerzo, a mediano plazo se deteriore.
Conclusión: va a ser difícil construir nuevos y mejores liderazgos a partir de la gestión de esta crisis. Que una persona razonable esté a cargo hace una diferencia importante para enfrentarla con mejores chances. Pero puede que no sea suficiente si los recursos de los estados y las energías económicas flaquean; si en las sociedades en vez de fortalecerse la solidaridad, el sentido de pertenencia y la obediencia a la ley se extienden la anomia, la crisis de expectativas y la paranoia. Así que conviene no exagerar con metáforas guerreras ni con el “no hay mal que por bien no venga”.
En nuestro país, este asunto es muy candente porque tenemos un gobierno que recién estaba arrancando cuando estalló la pandemia, y al que le estaba costando generar autoridad y liderazgo, por múltiples razones: no tenía mucho para repartir, los disensos internos eran muy fuertes, el nuevo presidente no concitaba mayor entusiasmo, ni lucía dotes carismáticas ni mucha iniciativa que digamos en casi ningún terreno, la economía estaba en estanflación hacía cerca de una década y tanto la deuda como el fisco la asfixiaban.
Los optimistas afirman que aunque estos últimos problemas se agraven, los compensan mejoras en los primeros ítems: Alberto Fernández ganó centralidad e imprimió un tono “de guerra” a su gestión, sacándola de la modorra y la confusión iniciales. Los muy optimistas dicen además que las acciones preventivas lograrán que la crisis pase más o menos rápido y se minimicen los costos, y que emergerá de ella un gobierno más fuerte, con más chances de poner orden en la economía, tanto en materia de deuda como de inflación. Él sí estaría en condiciones de decir, y probar, que efectivamente “no hay mal que por bien no venga”.
Sin embargo, los daños colaterales de las medidas que está tomando no se harán esperar. El pico de la crisis económica antecederá el pico de los contagios. Y no va a ser nada fácil lidiar con él.
Es cierto que Alberto, tras unos primeros días en que parecía tratar el coronavirus con los mismos criterios confusos que aplicaba a otros asuntos, dilación e indefinición, a través de funcionarios demasiado aturdidos por los complicados consensos internos y la falta de recursos, dio un giro y se hizo cargo personalmente de la situación. Y al hacerlo, se fortaleció y relegitimó: la convocatoria a los opositores, más allá de algunos gestos residuales de mezquindad y acusaciones no muy justificadas, lo mostró razonable y responsable.
Pero el acompañamiento social conseguido fue solo parcial, y corre el riesgo de decaer con el paso de los días, porque los efectos nocivos de sus medidas de emergencia fueron mucho más inmediatos y contundentes que las compensaciones: a los informales y autónomos de bajos ingresos, que en muchos casos se redujeron a cero apenas iniciada la cuarentena, les llegaría algún alivio recién en abril, dentro de un par de semanas, y difícilmente cubra a todos y suficientemente. Se depositó demasiada expectativa en activar la obra pública y privada, algo por demás inviable, y se invierte aún poco en sostener los consumos básicos.
Así, Fernández se enfrenta a la posibilidad de un quiebre con sus bases de apoyo, más probable en el centro de su coalición, el conurbano bonaerense. Allí se concentra el mayor número de esos trabajadores informales y autónomos, y es donde más resistencia encuentra, como era de esperar, el aislamiento forzado, tanto en barrios pobres como en countries. Los barones del conurbano, desesperados, reaccionaron haciendo lo que saben hacer, actuar como señores feudales, y cercaron sus territorios, levantaron barreras y cavaron zanjas para que nadie entre ni salga; pero es dudoso que vaya a servir de algo y la relación con sus votantes se volverá más complicada aún. Es curioso porque en esos territorios es donde el presidente recibe más apoyo, y la adhesión a sus medidas en las encuestas es más nutrido; pero una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace. Alberto se puede llevar un feo disgusto si se deja guiar por los sondeos de opinión.
Su gobierno mientras tanto abandonó la disciplina fiscal y es lógico que lo hiciera, pero también en ese terreno los daños colaterales no se harán esperar. El Estado se vuelve abiertamente esencial para la vida de la gente. Pero si alguno piensa que esto justificará más estatismo de aquí en adelante, y le dará más recursos para gobernar la economía, va a llevarse también una fea sorpresa: el Estado que resultará de esta crisis no será más potente que el que entró en ella, puede que en algunos aspectos, por ejemplo el control de los precios, sea bastante más frágil; por de pronto, no podrá cobrarle impuestos a casi nadie y va a tener no sólo que emitir ahora, si no seguir emitiendo en el futuro, y probablemente deberá tolerar pronto la reaparición de las cuasi monedas provinciales. No es que, como siempre imaginó Alberto, su tarea es salir de una crisis como la de 2001, más bien está entrando en una diabólica combinación de ese colapso y el de 1989, uno que puede durar bastante más.
La seguridad también adquiere nuevas dimensiones y significados en este contexto. Se vuelve un problema mucho más urgente para todo el mundo, el accionar de las bandas delictivas parece haberse aplacado en los primeros días, pero sólo para cobrar renovados bríos, y a diferencia de lo que sucede con el estatismo económico, desde el vamos es claro que plantea desafíos por completo contradictorios con las tesis de partida y las creencias del actual gobierno. Hasta está justificando la intervención del Ejército en asuntos internos. Y exigiendo medidas restrictivas excepcionales en los penales, como la suspensión sine die de las salidas transitorias, con las consecuencias que ya estamos viendo.
Los optimistas puede que insistan: hay que darle tiempo a esos ámbitos más resistentes a respetar la ley, con el paso de los días también ellos se acomodarán a la situación, como han hecho más rápidamente las zonas urbanas de clase media y las actividades económicas formales y legales; hay que esperar. Pero puede que el conurbano y las prisiones no atrasen, si no que adelanten: puede que nos estén mostrando los comportamientos que van a generalizarse si la cuarentena se extiende, no demuestra ser efectiva, porque los contagios se siguen multiplicando, y el Estado fracasa en proveer las suficientes compensaciones ante el deterioro económico.
Es justo y oportuno destacar la diferencia de actitud entre Alberto Fernández y líderes más irresponsables, como Trump. Pero también hay que advertir que en algunos asuntos esenciales nos parecemos demasiado a EE.UU. Somos una sociedad por demás individualista y con peligrosos reflejos paranoicos; aunque tenemos cuarentena, la gente en muchos barrios, desde villas a countries, se conduce tan irresponsablemente como los jóvenes de Florida que siguen yendo a la playa; aunque acá sí hay cuarentena general, está acompañada de muy pocos tests que permitan focalizar la vigilancia en los contagiados y rastrear las vías de propagación, el mismo problema que vienen enfrentando los norteamericanos; y encima tenemos igual que ellos un sistema de salud muy desarticulado y desigual, al que le cuesta coordinar sus acciones; e incluso cuidar a quienes nos cuidan: no somos capaces de proveerles a médicos y enfermeras los equipos que hacen falta para que no se contagien y no se vuelvan ellos mismos difusores de la enfermedad, lo mismo que pasa en EEUU; aunque eso sí, cada tanto salimos a aplaudirlos a los balcones.
Alberto es un gobernante muy oportuno. Menos mal que está él en el cargo, y no un populista aventurero, ideológico e irresponsable. Descripción que según los fanáticos K, como Estela Carlotto, le corresponde a Mauricio Macri, aunque es evidente que le calza mucho mejor a su ídola, la actual vicepresidenta. Pero por más razonable que sea, Alberto está obligado por un Estado muy poco eficiente a tomar medidas de contención de trazo grueso, que complican mucho la situación económica, y perjudican especialmente a su coalición de apoyo.
No es de sorprender por tanto que encuentre más obediencia entre sus críticos que entre sus votantes. Viviendo así una paradoja que difícilmente termine bien. Y mientras más tarde en emprender acciones focalizadas, que podrían morigerar tanto la propagación del virus como el parate económico, como ser la descentralización y multiplicación de los testeos de acuerdo a una estrategia bien diseñada sobre grupos de riesgo, empezando por los propios hospitales, más difícil le va a resultar evitar que así sea.
Y mientras más tarde en despegarse de las estrategias “a la Carlotto”, más difícil le va a resultar poner las bases de ese auténtico y nuevo liderazgo que muchos esperan: finalmente, como se vio en crisis previas, para que los presidentes salgan fortalecidos de situaciones difíciles hace falta que al menos en parte se hagan de las ideas y las metas de sus adversarios, así lo hizo Menem con Angeloz, y también el primer Kirchner con Menem, Rodríguez Sáa y hasta Carrió. Alberto lo tiene incluso más fácil porque si alguna ventaja disfruta frente a lo que hubiera podido hacer Macri en esta situación, es que la oposición lo ayuda mucho más de lo que lo entorpece.
Ese es, en verdad, uno de los mejores recursos con que cuenta el actual oficialismo: invirtiendo los argumentos de los kirchneristas fanáticos, ¿se imaginan lo que hubieran hecho ellos si era Macri quien imponía la cuarentena? ¿Cuánta colaboración hubieran brindado para que medidas durísimas dispuestas unilateralmente desde el Ejecutivo fueran aceptadas como legítimas y acatadas? ¿Cómo hubieran usado ellos sus bancas en el Congreso, su control sobre los movimientos sociales? ¿Hubieran dejado pasar pifies como los de Ginés, o la insistencia en mantener el fútbol cuando hasta los jugadores clamaban por su suspensión, la demora en atender la situación de los informales y autónomos, o estarían cebados con denuncias contra el uso de recursos públicos para atender a “chetos que vienen de Europa”?
¿Puede seguir ignorando Alberto la diferencia de actitud entre Macri, que apoya desde la oposición, y Cristina, que se lava las manos y hasta viola las restricciones para viajar dispuestas por su propio gobierno? ¿Puede seguir diciendo que los dos polos de la famosa grieta se comportan igual de mal? Más importante aún: ¿le conviene?, ¿no debería rever de dónde le van a venir los sablazos apenas el clima de guerra deje paso a una multitud de problemas preexistentes agravados?
Publicado en www.tn.com.ar el 24 de marzo de 2020.