SAN PABLO. Son muchas las personas que se creen inmunes ante el Coronavirus. Sostienen una excepcionalidad: “Yo no soy portador, soy sano, yo me cuido”. Como los anti-vacunas, ellas se encuentran por encima de la naturaleza y de las cuarentenas.
Son poderosas. Están por encima. Además, las leyes rigen para otros, no para ellos. Son la exacerbación del “vos no sabés quién soy yo, no sabés con quién te estás metiendo”. Niegan el calentamiento global y prepotean a la naturaleza: “Es un virus impuesto por los medios”, te dicen.
Algunas de ellas, volvieron de viaje días atrás y no realizan su cuarentena de catorce días: “si me siento bien, ¿para qué?”. Son seres de luz, solo contagian salud.
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, es algo así como una idea platónica de esta especie todopoderosa. Hoy expresó que existía una histeria en relación con el virus y anunció que el 20 de marzo festejará su cumpleaños y el de su esposa haciendo una fiesta. Increíble. Yo cumplí años el sábado pasado, iba a invitar seis personas y lo suspendí.
Pero él es así. No importa que la Organización Mundial de la Salud indique mantener la distancia de un metro o que pida que no se realicen reuniones con muchas personas, Bolsonaro apareció el domingo pasado dándole la mano a manifestantes suyos en la calle. Es el automesianismo anticientífico que desprecia la salud de los otros.
Caín es en tiempos de inteligencia artificial, muchos de estos soberbios levantan el hombro y dicen: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”.
Esta visión, que tiene diversas gradaciones, la mantienen muchos ciudadanos argentinos que creen que a ellos no les va a pasar, que mueren solo los abuelos o que las cuarentenas son ajenas. La solidaridad no les hace mella, es para otros.
Estos son tiempos ricos para pensar y ser humildes. Sin embargo, muchos no tienen intenciones de aprender. Es lógico, para aprender hay que registrar la carencia, pero la soberbia impide verla.
Quizás eso sea lo interesante de este proceso que genera el coronavirus: es un ejercicio social en el que podemos ver cómo nos tratamos y cuánto nos importa el otro. Incluso, como tantos vecinos en Italia y España, puede ser un espacio para reencontrarnos con nuestros vecinos distantes. Con esa pequeña comunidad en la que vivimos pero a la cual pocas veces le prestamos atención.
Los superhombres inmortales descriptos al comienzo tienden a ningunear el rol del Estado y tildarlo de innecesario: “Si desapareciera, viviríamos mejor”. El asunto es que hay muchos momentos en donde si él no existiese, asistiríamos a una apocalíptica regulación del mercado. Un real sálvese quien pueda donde las muertes serían brutales.
Los grandes protagonistas de estos días son los Estados, esos que parecían tan relegados. No es ninguna ciencia, las pandemias generan cierto miedo y el miedo produce que querramos que alguien grandote nos cuide y regule las acciones a seguir. Como cuando éramos niños, la sensación de desprotección forja pedidos de auxilio.
Tenemos algo a favor. Los argentinos nos hacemos solidarios en las malas: en las inundaciones, en los sismos, en las Malvinas. Nos cuesta un poquito más la solidaridad en lo playito, la cotidiana .
Quizás la que se viene sea una batalla para darla juntos, para saltar el alambrado de las ideologías y contagiarnos de algo que valga la pena.
Los próximos días serán preciados para cuidarnos, quedarnos en casa y demostrar que en nuestra individualidad activa tejemos una sociedad que piensa en el otro.
No importa si sos joven o si no estás dentro del grupo de riesgo, si te quedás en casa, ya algo cambia.
Publicado en La Nación el 17 de marzo de 2020.
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