Suele afirmarse que la Argentina es un país “empobrecido”. El verbo evoca un curso que, como todo proceso social, resulta difícil fechar con precisión. La crisis de 1930 supuso un quiebre económico que se replicó a través de una desocupación hasta entonces sin precedente. Pero el potencial acumulado por la Argentina durante los cincuenta años anteriores generó el recurso de salvataje que evitó una desintegración amenazante: la transformación de cientos de miles de desocupados urbanos y rurales en trabajadores industriales. Quince años más tarde, aquella pesadilla devino una ilusión que, si bien solo duró un lustro, afianzó el imaginario de una sociedad móvil e inclusiva.
Ya hacia los 50, la sucesión de ciclos de esperanza intercalados con otros de decepción fue instalando un escepticismo que se acentuó hacia los 60. Nuestras clases medias constituyeron un buen termómetro de esas sensaciones encontradas. Por un lado, se tendió a universalizar la enseñanza secundaria, pero el impacto heterogeneizante de la modernización desarrollista acentuó la incertidumbre. El malestar respondía a varias razones superpuestas. Hacia mediados de la década se evidenció que la industrialización protegida carecía de la potencia inclusiva anterior a la crisis del 30.
Sin duda, las manufacturas de textiles y la construcción, y luego la metalmecánica durante la veloz –y efímera– euforia redistributiva peronista eclipsaron ese límite determinado por un mercado interno de apenas 16 millones de habitantes. Pero quince años más tarde, con algo más de 20 millones, ya era posible un balance más categórico, aunque sobredimensionado por la inflación indomable, un sistema político de legitimidad viciada y un combo ideológico que invitaba a fugas riesgosas hacia futuros idealizados.
La modernización desarrollista hizo su aporte a través de sus implicaciones en el consumo de masas. Desde las pantallas televisivas difundidas vertiginosamente en cada hogar, se transmitieron series y películas norteamericanas con protagonistas femeninas emancipadas, desengaños amorosos seguidos por divorcios y jóvenes rebeldes “sin causa”. En la clase media alta proliferaron el psicoanálisis y un expresionismo artístico junto con el consumo de la marihuana, el hippismo, el sexo prematrimonial y la rebelión en contra del orden establecido. Las medias más bajas pudieron acceder a los modelos automotores populares, al creciente mercado de los usados y un set de artefactos domésticos –licuadoras, enceradoras y aspiradoras– irrumpió en la vida doméstica.
También se expandieron los centros vacacionales en la provincia de Buenos Aires, multiplicando las playas “de la costa”, al tiempo que los trabajadores sindicalizados rompieron con pasar sus veraneos mejorando sus instalaciones hogareñas animándose a “tomarse unos días afuera” en portentosos hoteles sindicales en los principales núcleos turísticos. El cambio disparó en las clases medias recelos tan escandalizados como las antenas televisivas en los techos de chapa o madera de las villas miseria. Pero no eran cortes xenófobos como lo evidenciaban el trato cordial entre trabajadores changarines y sus empleadores, y hasta el afectuoso de las familias con su “chica” con cama adentro aunque con cuartos y baños propios delimitados. La convicción de que en la Argentina “no trabaja el que no quiere” y que, a la larga, el esfuerzo se plasmaría en progreso convivía con ese malestar no exento de ansiedad y recelo sobre el futuro.
El descontento se desplegó en los estudiantados de colegios secundarios cada vez más saturados, pero sobre todo en las universidades de matrículas también extendidas que, aquí y en el resto del mundo occidental, fueron la caja de resonancia de esos reparos. El subibaja local de la economía y la crisis política de las elites sumidas en la discordia confirmaron la convicción condenatoria del statu quo plasmando una politización no contenida por los partidos políticos. Muchos jóvenes de clase media antiperonista empezaron a mirar con curiosidad en dirección a un movimiento cuya proscripción le quitaba representación tanto a la clase trabajadora como a “los pobres” escogidos como objeto de salvataje de la opresión capitalista. Fue entonces cuando el establishment local se propuso acabar con los “vicios” de la “nueva ola” y sus expresiones culturales mediante el régimen burocrático autoritario instaurado en 1966.
El resultado fue contraproducente, como pudo corroborarse en la rebelión estudiantil y sindical del “Cordobazo” de 1969. Inmediatamente después se produjo una movilización colectiva de contenidos políticos contradictorios. Y así como se había justificado la violencia del golpe de 1966 con la supuesta finalidad de sacar al país de una vez del atraso y el subdesarrollo, tres años más tarde se lo hizo idealizando a organizaciones clandestinas armadas que aspiraban a “la toma del poder” en representación de los trabajadores, aunque exterminando a la “burocracia sindical” peronista acusada de aquiescencia con militares y empresarios.
Mientras tanto, se iba consolidando otra novedad social inquietante, bien constatada por el censo de 1970. Un nuevo aluvión de inmigrantes internos se disparó desde fines de la década desde del noroeste por la crisis del azúcar tucumana; el nordeste, por la algodonera chaqueña, y los países limítrofes. Exhibían muy bajo nivel de calificación, aunque el suficiente como para conchabarse rápidamente en la construcción de edificios. Sus esposas, hermanas e hijas lo hacían en los servicios domésticos informales. Aspiraban a acceder a un lote y salir de los hogares de recepción apostando a la educación de sus hijos, pero su ascenso resultó más denso que el de sus predecesores. El fracaso de muchos los arraigó en las villas que crecieron promiscuamente en las grandes ciudades. Fueron el primer indicio de una pobreza nueva, endémica y, a la larga, transgeneracional.
El retorno del peronismo al poder, en 1973, esclareció varios fenómenos subrepticios durante su prolongada proscripción en el llano. En primer lugar, la crisis definitiva de las viejas elites sustituidas por grupos corporativos cerrados sobre sus intereses e inhibidos de asumir la representación del interés general como clase dirigente. El fracaso del “pacto social” propuesto por Perón durante su breve y traumática tercera presidencia fue su testimonio palmario. La crisis financiera internacional, por su parte, se conjugó con la bancarrota fiscal del Estado argentino espiralando una inflación que detonó cuando el gobierno intentó rectificar los desequilibrios acumulados durante dos años por el “pacto” mediante el “rodrigazo”. Este significó un golpe devastador sobre amplios sectores obreros y de clase media que no pudieron recuperarse. La violencia política, por último, clausuró por las peores vías el conflicto generacional de los jóvenes revolucionarios que abrazaron el terrorismo como vía de acceso al poder primero y como fin en sí mismo más tarde.
La ilusión de la “plata dulce” hacia fines de la década y su colapso en el amanecer de los 80 sepultaron definitivamente a la última etapa de la sociedad móvil e integrada que sobrevivió a la crisis de 1930. Desde entonces, y por etapas que merecerían un tratamiento específico, llegamos a la actual de 40% de pobres y casi 10% de indigentes. Un prodigio invertido de aquel entre fines del siglo XIX y los primeros setenta años del XX, y de horizonte inadivinable.
Publicado en La Nación el 6 de diciembre de 2023.