Desde hace algunos años, padecemos políticamente de un mal al que podemos denominar la “extorsión electoral” -un hecho que, según diré, volverá a hacerse presente, con toda su carga trágica, en las próximas elecciones.
La idea de la “extorsión electoral” es una expresión más -aunque una expresión particularmente relevante- de la crisis que afecta a nuestras democracias y que tiene que ver, entre otras cosas, con su paulatina degradación, quiero decir, con el modo en que la democracia ha ido estrechándose, hasta quedar reducida al voto periódico.
Desde hace décadas, en efecto, la democracia resulta confinada al hecho de votar cada dos o cuatro años, asumiéndose que lo que sucede en el medio -es decir, lo que ocurre durante el tiempo que realmente importa, entre elección y elección- no es de competencia de los ciudadanos, sino de sus representantes políticos y dirigentes.
Lo que se “perdió” en todos estos años fue demasiado, y demasiado importante: aquello que le daba sentido genuino a la democracia. Herramientas tales como las “instrucciones obligatorias” a los representantes; la “revocatoria de mandatos”; la “rotación obligatoria” en los cargos; los cabildos abiertos o town meetings; etc.; pueden interesarnos más o menos, pero eran intentos institucionales destinados a dejar que la política quedase en manos de los ciudadanos.
Por el contrario, cuando esas y otras herramientas capaces de suplementar al voto se eliminan, lo único que nos queda, como modo de ejercitar nuestra ciudadanía, es votar cada dos o cuatro años. En este empobrecido marco electoral, la política se aleja cada vez más del control de los ciudadanos: resulta “expropiada” por la dirigencia.
Y aquí es cuando aparece el problema de la “extorsión electoral”. Ello así porque, al problema anterior, esto es, a la expropiación de la política de las manos de la ciudadanía, se le agregan ahora los problemas derivados del modo en que se organiza ese voto periódico.
Ocurre que -ausentes todos los complementos que ayudaban a darle carácter expresivo al sufragio- ese solo voto que se reserva a cada ciudadano debe servirle a cada uno, se supone (increíblemente, agregaría) para decir algo sobre demasiadas cosas, demasiado importantes, sobre cuestiones que pueden requerir respuestas contradictorias entre sí: ¡todo con un solo voto!
Con ese solo voto, en efecto, se supone que deberemos decir algo sobre el pasado (por ejemplo, qué tal se desempeñó el gobierno durante la pandemia; y qué tal frente a la sequía; y qué tal frente a la inflación desbordada).
Y exigir cosas sobre el futuro (qué políticas tomamos como prioritarias, ya sea el control de la inflación; el combate a la corrupción; terminar con la inseguridad; etc.).
Y también evaluaremos al candidato en cuestión (si aprobamos su gestión ministerial; si reprochamos su violencia verbal; si aplaudimos su confrontación con el kirchnerismo; si repudiamos su alianza con ciertos sectores del sindicalismo; si denunciamos su vínculo con el narcotráfico).
Y le reprocharemos algunas propuestas o le pediremos que dejen otras de lado (i.e., venta de órganos; renuncia a la paternidad; dolarización).
Junto con todo lo anterior, se supone, con el voto reivindicaremos o no los valores de una cierta ideología; y haremos algún juicio sobre las distintas tradiciones políticas del país (peronismo, radicalismo, etc.); y diremos algo sobre cuestiones de política internacional (Israel, China, Rusia, Venezuela…); y suscribiremos o repudiaremos al populismo político tan en boga; y así mucho más.
Otra vez: ¡todo con un solo voto! Sin poder decir en ningún caso -en ninguno- esto sí, pero aquello no; esto sí, pero con este matiz; y además aquello otro;…nada. No podremos matizar ni aclarar cuestión alguna.
Allí entonces la extorsión: quedamos forzados a decir que sí a muchas cosas que repudiamos (pongamos, la alianza con el kirchnerismo; el vínculo con el narcotráfico; la dolarización; la venta de órganos), con el objeto de hacer posible alguna de las políticas que preferimos más intensamente (terminar con el kirchnerismo; enfrentar la inflación; mantener cierta protección a los derechos fundamentales), o -al menos- obstaculizar alguna de las políticas que más resistimos (impedir el populismo; impedir que quede al frente del gobierno una persona emocionalmente desequilibrada).
El resultado de todo esto es obvio: terminará la votación e, indefectiblemente -no importa cuál fue nuestro voto- se nos reprochará, con razón, por todo aquello que “dijimos” o “dejamos de decir”, aunque de ningún modo se nos permitió expresarnos al respecto ni aclarar nada o agregar algún “pero” o matiz a nuestro voto.
Si privilegiamos que no nos gobierne una persona desequilibrada, habremos hecho posible, otra vez, el gobierno de ciertas mafias; y si preferimos, sobre todo, impedir la vuelta del kirchnerismo, habremos hecho posible el gobierno de una persona que desprecia la democracia; y si, contra tales alternativas, nos decidimos por votar en blanco, habremos eludido nuestras responsabilidades cívicas, con el egoísta objeto de mantenernos como “almas puras”.
Cualquiera sea nuestra decisión, nuestro voto será, en todos los casos, repudiable, y nosotros criticados por haberlo emitido. Todo lo cual -es mi opinión- nos habla menos de las virtudes o defectos políticos de la ciudadanía argentina, que de aquello en que ha quedado reducida nuestra democracia.
Publicado en Clarín el 1 de noviembre de 2023.
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