En una extensa y por momentos ininteligible columna para La Nación escrita desde el avión presidencial en su regreso de la Cumbre del G-20, el presidente de la República se entregó a redactar un compilado sobre su errada forma de interpretar qué sucede en el mundo.
Aunque ya nadie puede tomar demasiado en serio las palabras de quien ha ocupado –pero no ejercido– la presidencia de la Nación, acaso la ocasión permita hacer un balance de su política exterior y curiosa forma de interpretar el orden mundial que nos toca vivir. Detrás de los elogios al llamado “sur global”, el Gobierno oculta una serie de fracasos que nos han vuelto a colocar del lado equivocado de la historia. Es una insistencia reiterada en políticas equivocadas que solo perpetúan nuestra decadencia.
Porque, en rigor, en la interpretación kirchnerista del mundo, el “sur global” parece ser una formidable excusa. Al punto de haber desaprovechado una y otra vez la participación argentina en el G-20, membresía que en verdad conseguimos gracias a políticas exactamente opuestas a las que el kirchnerismo llevó adelante en los últimos veinte años.
La Argentina fue incorporada al G-20 gracias a las políticas de modernización llevadas adelante en los años 90 por la gestión Menem-Cavallo. Son políticas que el kirchnerismo ha desmontado, una tras otra, para producir una verdadera contrarreforma que ha implicado la desmodernización de la Argentina, hasta llegar a este aciago presente. Lejos de estar en condiciones de dar lecciones al mundo, deberíamos procurar reparar tanto daño, que se expresa en una realidad de millones de pobres, en tasa alarmante de inflación y en el Estado tan enorme como ineficaz que padecemos.
En tanto, fascinado por su supuesto logro de haber sido invitado a formar parte del Brics y aferrado a una prédica antioccidental, el mandatario parece volver a ilusionarse creyendo que el G-7 “acabará relegado” ante la nueva alianza. Tal fantasía parece ser una nueva claudicación ante sus mandantes, enrolados en el Foro de San Pablo y el Grupo de Puebla. Ha vuelto a procurar congraciarse con estos. Lo ha hecho sin temor a asomarse, una vez más, a los límites del ridículo. Por caso, al hacer gala de su falta de sentido de la oportunidad.
Recordemos que en ocasión de su encuentro con el presidente de Estados Unidos el presidente Fernández propendió a intensificar las relaciones con la que sigue siendo la principal potencia de la Tierra, aunque insistió, en un desconcertante juego, en su permanente injerencia en los asuntos internos de otros Estados. Atacó así gratuitamente a un expresidente norteamericano frente al actual jefe de la Casa Blanca. Acaso Fernández crea que preside un gobierno capaz de darle consejos a alguien. Y como ha venido insistiendo en cada foro al que ha sido invitado, lo hizo envuelto en una imaginaria bandera izquierdista: reiteró, por ejemplo, su cuestionamiento a que EE.UU. mantenga el bloqueo (inexistente) sobre Cuba y Venezuela.
Con su incapacidad de comprender que Cuba y Venezuela son dos fracasos gigantescos por las acciones que sus regímenes delirantes han adoptado, el gobierno argentino insiste en el error. Se trata de una política infortunada, ejercida sin solución de continuidad y con el grave corolario de aplicar recetas económicas socialistas fracasadas tanto aquí como allá. Además, durante los cuatro años de su gestión el Gobierno incumplió con obstinación los compromisos que en el ámbito hemisférico hemos suscripto de promoción y defensa de la democracia. Se erigió, en definitiva, como abogado de las tiranías de la región, empleando en su día la titularidad de la Celac a fin de encubrir a los gobiernos no democráticos de las Américas. De pronto, empleando una pertenencia al “sur global” como un enorme pretexto, cuando en rigor nadie puede tomarlo en cuenta, después de haberse paseado como Zelig por aquí y allá, repitiendo ante cada interlocutor un discurso de ocasión. Intentando agradar a quien se tiene adelante, sin importar nada las consecuencias de sus actos. Desafiando el principio de no contradicción. Tal vez creyendo que la vida transcurre en un eterno presente, no sujeto al escrutinio de la verificación de la coherencia de sus palabras. Olvidando que había sido elevado de la condición de operador y puntero del PJ porteño a la calidad de jefe de Estado.
Como en aquella fría mañana en Moscú, cuando en ejercicio del peor sentido de la oportunidad, dejaría una marca en los anales de la historia diplomática. En una muestra patética de los errores en los que puede caer un mandatario por su vocación de pretender agradar a sus interlocutores. Sin medir las consecuencias de sus palabras y creyendo que se puede mentir permanentemente. Olvidando los daños a la reputación y el prestigio de quienes representa.
Acaso evocando aquella máxima de Talleyrand sobre la restauración de los Borbones, podría decirse que después de casi cuatro años en el ejercicio de la presidencia Alberto Fernández pudo haberlo olvidado todo y no haber aprendido nada.
Una realidad que de pronto no podrá ocultar por más que busque escudarse en las nobles invocaciones al “sur global” y en sus admoniciones sobre la necesidad de “reconfigurar el sistema internacional” y en la “creación de un nuevo modelo universal”. Palabras huecas que no podrán sustituir cuatro años desperdiciados de una presidencia inmerecida.
Publicado en La Nación el 15 de septiembre de 2023.