El mundo se encuentra convulsionado frente al avance del coronavirus y Argentina no está exenta. La angustia que generan las imágenes de lo que están atravesando otras sociedades nos interpela. A todos los que nunca vivimos experiencias similares nos invaden emociones muy profundas y siempre está latente la preocupación por nuestra salud y la de nuestros seres queridos.
Esos sentimientos son lógicos: la indiferencia ética frente a este tipo de acontecimientos no hablaría bien de nosotros. Pero no pueden ser obstáculos para reflexionar respecto a las opciones que tenemos. Para atrevernos a pensar en frío y desentrañar el mejor modo de afrontar un escenario que seguramente será difícil para los argentinos y la comunidad internacional en su conjunto.
Una respuesta posible es el refugio. Y ante el miedo, el temor que produce un fenómeno inédito, recurrir a liderazgos mesiánicos que nos protejan frente a la amenaza de la pandemia y esperar que todo pase mientras nos recluimos en nuestros hogares.
El planteo formulado en términos binarios e imposibles de conciliar, poniendo por delante la salud bajo el pretexto de que de esa forma se protege la vida humana y que mientras la economía puede esperar, es de mínima, una mirada sesgada. Y muy riesgosa.
Está claro que esta enfermedad infecciosa plantea cambios drásticos en el modo en que concebimos la realidad y hasta la forma de vincularnos con nuestros afectos. Llegó para quedarse por un tiempo. Implica sacrificios, esfuerzos y un gran compromiso cívico de cada uno de nosotros en medidas de bioseguridad que reconocidos epidemiólogos en todo el mundo están repitiendo hasta el hartazgo.
Ahora bien, tenemos el imperativo de atrevernos a pensar. ¿Es la única alternativa posible para resolver el problema sanitario que estamos afrontando -y que seguramente se agravará en las próximas semanas- una cuarentena sumamente restrictiva de la actividad económica? Reitero: tenemos la obligación de atrevernos a pensar porque, al menos, debemos poner en la balanza lo que quedará en el camino si no consideramos otras alternativas.
Un país como el nuestro, que arrastra más de una década de estancamiento económico, con limitaciones estructurales en términos de herramientas macroeconómicas, más de un tercio de compatriotas viviendo en la pobreza y un grado de informalidad de casi la mitad de nuestra economía, merece una reflexión profunda e interdisciplinar.
Implica, cuanto menos, evaluar a fondo, sin eufemismos ni épicas nacionalistas, las consecuencias económicas y sociales de una restricción tan profunda a la actividad como la que estamos teniendo.
Cualquier opción que tomemos, tendrá consecuencias complejas, es así. Pero es completamente falso decir que no se ponen en juego la vida y la integridad física de los argentinos si “priorizamos la salud” y mantenemos el aislamiento obligatorio sine die. También así se perderán vidas.
La realidad de los más vulnerables parece ser ignorada de plano. Para quienes viven en condiciones de hacinamiento, el “quedate en casa” resulta casi una quimera que no contempla la precariedad.
También parecen ser ignorados los que con mucho esfuerzo llevan adelante un emprendimiento o tienen una pequeña empresa y no están en condiciones de mantenerlos por tiempo indeterminado. No quieren agregarse a las filas de los que requieren de asistencia social para subsistir. Como sociedad debemos impedirlo.
Por eso es necesario que pensemos. Que nos tomemos el tiempo para evaluar, analizar alternativas, reflexionar sobre las consecuencias de nuestros actos. Todos, pero sobre todo los que tenemos responsabilidades, por más pequeñas que sean.
Se anunció estos días la posibilidad de llevar adelante una flexibilización en los pequeños pueblos y ciudades del interior del país que deberemos ver cómo se aplica. Pero por ejemplo, ¿Podemos evaluar segmentación para quienes se encuentran expuestos a mayores riesgos por su edad o las afecciones que padecen?; ¿Son todos los sectores de la actividad económica igual de riesgosos? En el mundo existen muchas experiencias, pero sin ir más lejos, lo que está haciendo Uruguay que curiosamente no menciona el gobierno argentino, debería ser al menos una alternativa a considerar.
Y para ello son necesarias muchas cosas, pero entiendo que hay dos que son esenciales. Una, contar con información de calidad que nos permita mensurar mejor las implicancias de nuestras decisiones. Desde Juntos por el Cambio hace tiempo venimos solicitando que se intensifiquen los testeos para poder establecer con mayor precisión dónde se encuentran los mayores focos infecciosos y dónde concentrar esfuerzos. Un tema en el que venimos lamentablemente muy atrasados: Argentina es uno de los países que menos testea a nivel mundial.
Pero además, hace falta un plan. Porque esa información que falta debe ser utilizada para proyectar en el tiempo y con claridad cómo, cuándo y dónde las restricciones absolutas pueden dejar lugar a la producción responsable y cuidadosa.
Ese plan, además, debe ser la consecuencia de una síntesis lo más abarcativa posible de los actores sociales y productivos, pero también de las fuerzas políticas a las que la ciudadanía les ha otorgado en las urnas roles diferentes: oficialismo y oposición. Y el espacio natural para llevar adelante ese debate, esa síntesis, es el Congreso Nacional. Allí deben tomar lugar los “acuerdos sociales” a los que hace referencia el presidente.
No existe ningún pretexto que impida que las instituciones funcionen y aporten una solución de calidad a la crisis. Respetando siempre las medidas de higiene y seguridad, pero sin dejar de aportar visiones alternativas, reflexión crítica, control y claro, mayor solidez y legitimidad a las decisiones que sean fruto de los consensos a los que se arriben.
Atrevernos a pensar es siempre un desafío entusiasmante. Hoy, parece una tarea imprescindible.
Publicado en El Cronista el 13 de abril de 2020.
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