Thomas Jefferson sostuvo que “el arte de gobernar consiste esencialmente en el arte de ser honesto”. La corrupción parecía brotar entre nosotros sin este atributo hasta que la reciente sentencia de la Corte Suprema de Justicia, que condenó definitivamente a Cristina Kirchner, echó luz sobre esa anomia, consagrando el gobierno de la ley de manera contundente.
Enhorabuena para los tres jueces supremos, para los jueces y camaristas de las instancias previas, para los fiscales que operaron resueltamente, y para quienes denunciaron y promovieron estas actuaciones en sede judicial. Todos ellos han mostrado que nadie, por más poderoso que sea, está por encima de la ley.
Más allá del análisis acerca del contenido jurídico de dicha decisión, me importa señalar dos problemas. El primero da cuenta de la tensión provocada por quienes sostienen un concepto de democracia basado exclusivamente en el veredicto de las urnas y en la edificación de un sector de la ciudadanía con un liderazgo excluyente, desconociendo reglas y restricciones institucionales; en el segundo, consecuencia del anterior, sobresale la impunidad de los poderosos.
En palabras que rememoran al Maquiavelo republicano de Los Discursos… habría entonces dos clases de leyes: las que favorecen a los grandi, que hacen gala de poder y riqueza, y las que se aplican al pueblo llano.
Estas cuestiones se manifiestan ahora con el rigor propio de movilizaciones, no exentas de violencia, impulsadas por los seguidores de Cristina Kirchner. La justificación de estos estados de ánimo alterados señala con crudeza que no corresponde a los jueces decidir por quienes debe votar el pueblo. Por tanto, el liderazgo “nacional y popular” prevalece sobre la lenta y al cabo efectiva administración de justicia.
Visto en un nivel más profundo, este conflicto socava la fórmula política de nuestra Constitución que combina principios democráticos y republicanos (“nuestro sistema republicano y democrático” según el Fallo de la Corte). Si la democracia alude al origen del poder en comicios más o menos transparentes, la república impone a los elegidos la obligación de no apartarse de lo que la ley postula.
La tensión implícita entre democracia y república se agrava cuando actores centrales del sistema político, sancionados por los tribunales de justicia, repudian esas decisiones, enarbolando la popularidad que deriva de ser intérpretes esclarecidos del pueblo elector. ¿Qué vale más, por tanto, los votos y movilizaciones que entronizan un liderazgo popular acusado de ser corrupto, o las leyes que aplican los jueces?
La respuesta tiene que ver con los principios de legitimidad que agitan al cuerpo político: la democracia representativa basada en la legitimidad de origen de la soberanía del pueblo, y la república, que da el tono a una legitimidad de ejercicio en cuyo trámite las decisiones de los jueces dan fe de que las leyes están en vigor y son observadas.
Los que despojan a la democracia de su contenido republicano subrayan el valor determinante del número y del concurso de voluntades que conforman una mayoría o un apoyo significativo de sufragios; los que respaldan el valor de las instituciones republicanas asumen que, si bien el apoyo popular verificado en comicios es condición necesaria de la legitimidad del régimen democrático, la autoridad de las leyes y su aplicación mediante un ordenamiento institucional es por su parte condición suficiente para disfrutar de los beneficios de la libertad.
El desenvolvimiento del argumento de una democracia, que hace caso omiso a las restricciones institucionales y encubre con retórica atractiva actos probados de corrupción, está al rojo vivo en América Latina. En México, una reforma constitucional habilitó la elección popular de los jueces, lo que acaba de tener lugar en unas elecciones caracterizadas por una baja participación.
¿Habrá llegado pues la hora de aplicar entre nosotros esta suerte de remedio popular para enfrentar privilegios y oligarquías? Francamente no creo que sea necesario. De la sabiduría de nuestra Constitución resulta que es más conveniente combinar modos de elección de los magistrados -directos o indirectos- para apartar a los tribunales del vaivén de la opinión pública o de humores ocasionales.
No es tarea sencilla defender la combinación virtuosa de democracia y república cuando se juegan posiciones de poder dentro del peronismo y se ponen a prueba las estrategias de polarización del oficialismo. El peronismo siempre funcionó con liderazgos dominantes dentro y fuera del país.
Con el paso de meses y años se verá si el domicilio porteño, desde el cual Cristina Kirchner buscará ejercer su liderazgo, se compara con las residencias de Perón durante largos años de exilio. Es una tarea ímproba inserta en el contexto de un régimen que se estremece por intensos faccionalismos y por falta de liderazgos capaces de proponer alternativas confiables a la intención hegemónica del oficialismo.
Cambian las ideas y persisten los estilos. En la ausencia de un enemigo a la vista, el liderazgo libertario funcionaría con dificultad. Por ahora no es así si persiste el kirchnerismo para satisfacción de un oficialismo pronto a desarrollar estrategias de polarización. Por el contrario, si el peronismo afronta otra transformación entre las muchas que ha tenido, que deje atrás el peso de una herencia rígida tan difícil de renovar, otra será la historia y otro el destino de un sistema político hoy sujeto a serias incógnitas.
Publicado en Clarín el 22 de junio de 2025.
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