Autor: Luis Pico
Los derechos humanos prevalecen por encima de izquierdas o derechas, pues están para preservar las libertades, la integridad y las garantías de los ciudadanos, además de las instituciones mismas de la democracia. Por eso cuando se los vulnera, se supone, no hay justificación ideológica que valga. Cuando se persigue, encarcela, tortura o asesina sistemáticamente desde el poder a una persona, grupo o partido, no existe una escala de grises: se está a favor de la dictadura o se lucha contra ella.
¿Se respetan los derechos humanos en Venezuela? ¿Está el país paralizado por unas sanciones económicas como sugiere Alberto Fernández? ¿Es víctima Nicolás Maduro de una narrativa internacional para desacreditarlo, como se animó a señalar Luiz Inácio Lula da Silva? ¿Son Gabriel Boric y Luis Lacalle Pou, aun con sus diferencias ideológicas, dos transgresores en los asuntos internos de Caracas? ¿Vale la pena sentarse con Maduro en un foro internacional, como pudo en Brasilia, o más valdría la pena que no llegase, como no pudo a Buenos Aires?
En Venezuela permanecen en cárceles unos 285 presos políticos: 265 hombres, 20 mujeres, entre los cuales 131 son civiles y 154 son militares. Son apenas un puñado entre las 15.796 personas que han sido detenidas por los cuerpos de represión que sostienen al dictador Nicolás Maduro desde 2014 hasta el pasado 25 de mayo. Entre todos ellos, más de 9.000 tienen un pie en la calle y otro en la celda, con procesos penales abiertos y la amenaza de que en cualquier momento pueden ser recluidos nuevamente.
Esa situación se mantiene invariable, aceitada y tristemente perfeccionada durante los últimos diez años. En ese lapso, la corrupción fugó unos 30 mil millones de dólares, el país experimentó una hiperinflación, quebró sus industrias, las bandas de narcotraficantes y de delincuentes comunes tomaron el poder de gran parte del territorio, el sistema educativo y sanitario (públicos como en la Argentina) colapsaron, al igual que las empresas encargadas de servicios básicos como el agua, la luz y el gas, todas en manos de un Estado convencido de que debía controlar todo lo que tuviera a su alcance.
Parte de ese panorama cambió, especialmente desde la pandemia de covid 19 y la invasión de Rusia a Ucrania. De la mano del coronavirus la dictadura aplicó un giro de 180 grados en materia económica: fácticamente dolarizó la economía, desreguló los combustibles y los precios, y levantó prácticamente todos los aranceles, por lo que las góndolas pasaron de estar literalmente vacías a tener productos fabricados en Estados Unidos, China, Dubai, Irán, Turquía o Rusia. Y el Estado, de manera acelerada, retrocedió para no hacerse cargo de varias de sus funciones: los hospitales públicos atienden a quien puede costearse sus insumos, y las escuelas y universidades públicas siguen abiertas pero desfinanciadas.
En 2019 la oposición política se encolumnó detrás de la figura de Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional (Congreso), bajo el argumento de que Maduro se había robado las últimas elecciones, con un sistema electoral controlado por el Partido Socialista y varios candidatos inhabilitados, al estilo de Nicaragua. Los intentos de lo que se conoció como gobierno interino por ejercer el control real de la Nación fracasaron, al igual que distintas instancias de diálogo.
Desde la comunidad internacional también hubo giros. Paulatinamente hubo gobiernos que retiraron su reconocimiento a Guaidó, al que vieron enquistarse con el paso del tiempo. Con la pandemia, cada país afrontó sus propias crisis, y tras la invasión de Rusia a Ucrania incluso Estados Unidos tendió puentes con el chavismo para negociar por petróleo y gas a cambio de aligerar algunas sanciones.
En sus diez años frente al poder —Maduro tomó la posta de Chávez en diciembre de 2012— lo que no varió jamás fue la persecución, la cárcel, la tortura ni el exilio. Quien quiera verlo en detalle puede repasar el Informe Bachelet de la Alta Comisión de Derechos Humanos de la ONU, o seguir las investigaciones de la Corte Penal Internacional por los crímenes de lesa humanidad que documentan desde 2014 hasta la fecha (ese procedimiento, por cierto, fue impulsado por la Argentina durante el gobierno de Cambiemos, junto con Chile, Colombia, Paraguay y Perú denunciaron por primera vez en la historia a un tercer país en la CPI).
Si no tienen tiempo para leer el Informe Bachelet o ponerse al corriente con la CPI, o no pueden viajar a Venezuela ni pasearse por sus tribunales ni sus cárceles, quizá puedan preguntarle a la comunidad venezolana en la Argentina, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, España o Estados Unidos qué tuvo que pasar para que 7 millones de personas (20% de la población) saliera/huyera/la echaran de su país. Quizá ahí sí haya una narrativa, la de personas comunes a las que una dictadura les vulneró todos sus derechos. Por eso les indigna tanto que Lula, Fernández, Petro o cualquier otro presidente, partido o dirigente, sea por un sesgo ideológico, conveniencia o ignorancia, pretenda tapar el sol con un dedo. Y a su vez se generan lazos muy fuertes con cualquier presidente, partido o dirigente que independientemente de si es de izquierda o derecha se solidariza en defensa de la libertad, los derechos humanos y las instituciones de la democracia que algún día, esperan muchos, se recupere.