De entre las pocas buenas noticias provenientes últimamente de América Latina hay dos que destacan por su propio peso, aunque por motivos diferentes. Una, el fin de la negociación entre la Unión Europea y Mercosur para cerrar un Tratado de Asociación y un Acuerdo de Libre Comercio que se llevaba negociando desde hace bastante tiempo. La otra, las elecciones de Uruguay, no tanto por su resultado que también, sino por la forma en que éstas se desarrollaron y el sólido trasfondo que hay detrás de las mismas.
Me explico. El domingo 4 de diciembre se celebró la segunda vuelta de las presidenciales uruguayas entre el candidato oficialista Álvaro Delgado, del Partido Nacional o Blanco, y Yamandú Orsi, del opositor Frente Amplio. Finalmente, y por un margen algo mayor al indicado por las encuestas, Orsi se impuso por un 49,8% de los votos frente al 45,8% del representante de la Coalición Republicana. A diferencia de muchos otros países de América Latina, el presidente de la República, Luis Lacalle Pou, que no se pudo presentar por estar prohibida la reelección consecutiva, llamó al ganador para felicitarlo. En realidad, cualquiera hubiese sido el resultado y el margen de la victoria, aunque fuera solo un voto de diferencia entre el primero y el segundo, hubiera llamado igual.
La democracia uruguaya se sostiene sobre un sistema de partidos que funciona y unas instituciones sólidas, respaldados por una opinión pública que cree en unos y otros. Eso ha permitido que, hasta la fecha y a diferencia de sus dos grandes vecinos, Uruguay haya sido un territorio vedado para experimentos populistas e iliberales. Por tanto, ahí no hay margen para la desconfianza, para las sospechas de fraude o de la manipulación del voto en beneficio de alguno de los actores en pugna. Por supuesto, las diferencias políticas e ideológicas funcionan, pero que gane la coalición de centro izquierda o la de centro derecha no implica un giro radical en el manejo de la cosa pública ni la necesidad de refundar la república ni de descubrir la pólvora cada vez que cambia el gobierno.
Claro que hay serios problemas que afectan la vida cotidiana y la gobernabilidad, como el impactante aumento de la criminalidad y el narcotráfico, las desigualdades sociales o la necesidad de un más sólido crecimiento económico. Sin embargo, y pese a las diferencias en las soluciones propuestas, éstas no son contradictorias en función de quien las proponga. Hay matices, hay variantes más acordes con la ideología de cada cual, pero generalmente con una centralidad que da sustento al equilibrio nacional. ¿Por qué esta muestra de equilibrio en un entorno regional tan convulso? Quizá, precisamente, por la vecindad con dos gigantes, Argentina y Brasil, que le requieren a Uruguay grandes dosis de templanza para poder sobrevivir sin la tentación de padecer las presiones, las tentaciones y los cantos de sirena de uno u otro.
Quizá el mayor símbolo de la cohabitación civilizada que impera en un país sin crispación ni polarización es la coincidencia en algunas posiciones de los tres expresidentes. Casualmente, cada uno pertenece a un partido diferente de los tres que sostienen la tradición política uruguaya de las últimas décadas: Julio María Sanguinetti al Partido Colorado, Luis Lacalle Herrera al Partido Nacional, y José Mujica al Frente Amplio. Los tres, en un ejercicio poco frecuente de coexistencia pacífica política acompañaron a Lacalle Pou, el actual presidente, a la toma de posesión del tercer mandato del presidente brasileño, Lula da Silva, a comienzos de 2023.
Pero, más interesante todavía fue la participación de los tres en un diálogo en televisión al comienzo de la actual campaña electoral, donde coincidieron en transmitir un mensaje de unidad más allá de las diferencias que los separan. Como señaló Lacalle Herrera: “Después vienen los matices, las ideas, las ideologías. Pero a veces nos olvidamos de lo nacional. Yo creo que tenemos el deber de decir que el 80% es de discrepancia, pero hay un 20% que tenemos que cuidar. Es la unidad nacional. Se debe cultivar un sentido nacional para luego legitimar la discrepancia”. No casualmente los tres habían participado el año anterior en una conferencia, junto al actual presidente, en conmemoración del 50 aniversario del golpe militar, que dio lugar a la última dictadura.
Allí donde todos coinciden, y es una de las grandezas del país, es en la defensa sin fisuras de la democracia. Estén situados más a la izquierda o más a la derecha a ninguno de los tres expresidentes, ni a ninguno de los principales líderes de los tres grandes partidos se les ocurriría reivindicar a la dictadura militar. Sin embargo, esa apuesta por la convivencia política pacífica, discrepando, pero sin la necesidad de aniquilar al adversario que no al enemigo, le valió a Lacalle Pou la descalificación de allanar la victoria de la izquierda, una acusación proveniente de la otra orilla del Río de la Plata, desde donde se considera que “el extremo centro es funcional a la izquierda criminal”. La respuesta de Lacalle fue tranquila y modélica y sirvió para resaltar, una vez más, la gran virtud liberal y republicana del Uruguay: “Hasta me está gustando que me digan tibio, porque yo creo que el coraje hoy está en el centro, no en los extremos. Es fácil ser extremista, lo difícil es defender las uniones”.
Publicado en El Periódico de España el 17 de diciembre de 2024.
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