Trabajar por cuatro décadas en un mismo ámbito no siempre trae aparejado beneficios, o quizá “privilegios”… ,pero -para quien escribe- ello ocurrió y cabe darle esos calificativos.
Me enteré del fallecimiento del ex mandatario, el día 31 de marzo de 2009 (a eso de las 20 Hs., aunque desde las 17, muchos inquietos sospechábamos lo peor) -como mucha gente- y me puse rápidamente a las órdenes del entonces presidente de la Cámara Alta -Julio C. Cobos (por ese momento, a cargo circunstancialmente del Ejecutivo nacional)- y del prosecretario parlamentario, el también correligionario y amigo Juan J. “Manolo” Canals. Se procedió rigurosamente con todo ese protocolo que Canals, plenamente consciente de lo irreversible de la situación del paciente, había pensado y escrito. Pude estar entonces, casi del otro lado de la capilla ardiente, viendo pasar multitudes y dignatarios, funcionarios y militantes, jóvenes (que no lo conocieron), adultos y maduros, chicas y muchachos,… llegados desde los confines de nuestra amplia geografía,… todos congregados para dar el último final a nuestro líder republicano que desaparecía físicamente.
Pero durante el segundo y último día del velatorio -el 2 de abril-, a eso de las 6 de la madrugada (y cuando cesaba un poco la caravana de transeúntes que procuraban su último adiós, y no había casi ningún periodista), advertí la discretísima entrada (por detrás de la capilla -donde el personal y autoridades congresuales disponemos de acceso y egreso-) del entonces arzobispo metropolitano, Jorge Mario Bergoglio, reservadamente acompañado por quien fuera vocero personal de Alfonsín, el prestigioso periodista, José Ignacio López. El hasta hoy Papa Francisco, vestido con su sobrio clergyman, logró que casi nadie lo identificara -fiel a su estilo, hoy ya más conocido por obvias y objetivas razones- y formuló una oración íntima, in péctore (que quienes estábamos cerca, no pudimos escuchar, porque no fue pronunciada, sino para sus adentros, pero sólo delatada por la señal de la cruz) sin dejar de mirar conmovidamente el féretro que contenía los restos del admirado hombre de Estado.
En ese momento, no reparé en detalles, pero luego -cuando pude comparar otras oraciones y rezos un poco más estridentes- comprendí el sentido de la sencillez, humildad y modestia del cardenal, para decirlo -no jesuíticamente- sino en palabras “maristas”. Y me emocionó hasta las lágrimas.
Hasta aquí, mi entrecruzamiento casual entre Alfonsín y Bergoglio, hasta hoy el líder de nuestra Iglesia Católica, la misma en la que comulgaba -como millones, y yo mismo, comulgo- el ex presidente.
Que en paz descanses, Jorge Mario Bergoglio; y que brille para vos, la Luz que no tiene fin.