viernes 27 de junio de 2025
spot_img

Una mujer conocida

Puedo permitirme la licencia de decir que fue una linda mujer. Por lo menos en su juventud y en sus años adultos así fue. Los años, se sabe, hacen su trabajo y suelen ser inmisericordiosos.
De todos modos, a pesar del rigor de los tiempos, algunos resplandores de aquella belleza se insinúan en una sonrisa, en un gesto, en un mohín propio de mujeres que desde su adolescencia supìeron que eran lindas. Mucho más eficaz que la coquetería fue, a los efectos reales de la vida, esa vocación de poder que la dominó desde muy joven. Una dura, obstinada vocación de poder.
Cada paso que dio en su vida estuvo dado en honor a ese objetivo idolátrico. Hay un mérito en alguien que proviene desde las orillas de la pobreza y se propone llegar a la cima de la sociedad. Llegar como sea y con quien sea. Proponerse esa meta es algo más que un casamiento ventajoso.
Puede ser eso, pero hay algo más y ese “algo más” lo define, lo modula, el ícono del poder. Se casó con un joven político que disponía de algunas condiciones, pero nada del otro mundo.
Sin embargo, su infalible instinto le dijo que allí estaba la oportunidad deseada. Después hubo que trabajar duro. Una identidad política popular y la certeza de que la ecuación política-dinero es necesaria y hasta virtuosa.
Otra virtud hay que reconocerle. Nunca fue una mujer dócil; ni siquiera con su marido. Marchó a su lado, ni adelante ni atrás, pero más de una vez ella caminó adelante y hasta lo empujó en momentos de debilidad. Él era un profesional decidido a enriquecerse con su profesión; de ella nunca se supo con certeza si obtuvo o no un título universitario, pero para lo que estaba dispuesta a hacer el título universitario no era necesario.
Sus enemigos más de una vez le imputaron la exhibición ilegal de un título que nadie nunca vio. El resto lo decidía su habilidad, su descaro, su vitalidad para iniciar todos los días la larga marcha hacia el poder. Sabía que era necesario -la prudencia así lo aconsejaba- avanzar paso a paso, que la escalada hacia el pico de la colina exigía esfuerzos, sacrificios.
El poder se lo conquista en cuotas y esa conquista hay que hacerla con sonrisas, con promesas, pero también con intimidaciones y amenazas. Solo así, solo con estos insumos que conjuga la alegría con el miedo es posible conquistar el becerro de oro.
La relación con su marido siempre fue borrascosa. Nunca sabremos si estuvieron enamorados en el sentido romántico de la palabra, pero no es arriesgada la hipótesis que postula que lo que los mantuvo unidos fue la fascinación compartida por el poder.
Las conquistas políticas de él, a ella la excitaban; lo mismo sucederá con él cuando ella empiece a ganar espacios políticos propios. Discutían duro y a veces la discusión fue más allá de una palabra más o menos ofensiva, aunque al final de la jornada dormían juntos.
Tuvieron hijos y tácitamente consistieron en que los hijos participarían cuando llegue el momento de la gestión del imperio que se proponían construir. Su apuesta siempre fue grande; siempre se propusieron “ir por todo”. Y los dioses los ayudaron con su cuota de suerte. No me voy a detener en detalles. Lo que se propusieron lo lograron. Y lo lograron siendo relativamente jóvenes. Siempre quedó claro entre ellos que al poder lo compartían.
Él tenía habilidades para lidiar con los protagonistas oscuros del poder y en las zonas oscuras del poder; ella disponía de un singular encanto para llegar al público, para subirse a una tribuna y ganarse la devoción de la concurrencia.
Para los dos, el poder y la plata eran lo mismo. A esa ambición ella le incluía su vanidad, sus deseos ostentosos de exhibir las pompas del poder. Más de una vez se jactó de que su vestuario de cada día sumaba una fortuna. Los zapatos más caros, los relojes más caros, las carteras más caras, los perfumes más caros. Cada retorno de un viaje se parecía a la mudanza de una estrella de Hollywood.
Ella se prometió darse todos los gustos y estaba convencida de que sus seguidores, que la idolatraban, admiraban a la mujer mejor vestida del país. Imposible conquistar el poder sin algunos contratiempos.
Esa verdad ella siempre la supo, como también supo cómo sacar ventajas de ella. Cuando murió su marido, por ejemplo, consideró, después de enjuagar una lágrima, que era la mejor ocasión para su célebre “ir por todo”.
No fue fácil, pero pudo hacerlo. Llovieron juicios en su contra; sus enemigos eran cada vez más y más empecinados. Pudo sortear celadas judiciales y roscas políticas adversas, pero supo también del sabor amargo de la derrota y la humillación. Por supuesto, habilitó a su hijo para que la suceda.
Atravesó por momentos difíciles y alguna vez su vida corrió peligro, pero ningún riesgo debilitó su voluntad de poder y su pulsión casi erótica por exhibir riquezas. Preguntarán los lectores el nombre y el apellido de esta mujer. Creo que saben de quién estoy hablando, es casi obvio “adivinar” quién es la protagonista de esta saga.
De todos modos, como para disipar cualquier duda, me animo a decir su nombre y apellido. Se llama Imelda y su apellido es Marcos. Como leyeron: Imelda Marcos. Y cualquier similitud con alguna otra realidad no es coincidencia.
spot_img
spot_img

Veinte Manzanas

spot_img

Al Toque

David Pandolfi

UCR: Una historia de 134 años

Marcelo Insúa

Zoología política argentina: entre mandriles, gorilas y el Mono de Brodie

Jesús Rodríguez

El proyecto democrático de Alfonsín, entre la historia y el presente