Una vieja amiga se quejaba, con hartazgo, de la rutina familiar. Bajo la idea de que todas las mujeres con hijos chicos compartíamos esa sensación, me proponía planes de escape a los que yo —honestamente— nunca pude decir que sí. Un día me lo reprochó: “Vos no estás en la misma que yo”. Y entonces, medio obligada a justificarme, me di cuenta de algo simple pero importante: la rutina no me agobia. Al contrario. La rutina me da seguridad.
Si alguna vez me siento exitosa en la vida es cuando logro cumplir —en tiempo y forma— todas las actividades que me propuse para el día. Más todavía: repetir. Hacer lo mismo muchas veces, durante muchos días, durante mucho tiempo. Hay algo ahí que puede volverse virtuoso.
Durante todo el 2019, por ejemplo, salía de trabajar en la zona del Congreso y volaba al subte en Callao y Corrientes para llegar a Chacarita antes de las seis. Me preocupaba que la niñera llegara a tiempo a buscar a su propio hijo. Llegaba a casa y la coreografía era siempre igual: ajustaba a mi hija menor al cochecito, al mayor a la patineta enganchada atrás, agarraba la mochila ya preparada con agua y un tupper con frutas o cereales, y salíamos, apuradísimos, a la Plaza Mafalda, a siete cuadras de casa.
Todavía eran bebés, y yo apenas estaba ensayando formas de estar juntos.
En esa plaza, día tras día, desplegué una lonita en el piso y senté a los chicos y me senté yo; los acompañé de la mano a subirse a los juegos, los emboqué en esas hamacas de bebes donde les quedan las piernas colgando y hablé con otras madres en general sobre los hábitos básicos de los chicos: si duermen, si les salen dientes, formas de tranquilizarnos entre todas, de confirmar que las cosas más o menos iban bien.
Esa rutina cumplida estrictamente me dio muchas cosas que atesoro: disciplina para cerrar el trabajo a tiempo, días previsibles y tiempo de calidad con mis hijos, confianza con la niñera y madres amigas en la plaza.
Años después repetí lo mismo con algunas variantes y los llevé a diario en auto a la Plaza Garicoits, conocida como la plaza del barco. Ya más grandes, los chicos se encontraron con otros chicos de otras escuelas, se hicieron preguntas, descubrieron nuevos juegos. Es obvio decir que en la plaza se mezclan todos, corren, se hamacan, suben al tobogán trepando por donde no corresponde tipo un fuera de pista, se tiran de a dos, se cuelgan de las hamacas de a tres y surgen problemas y soluciones. Sin dudas, una de las mejores cosas de vivir en una ciudad es la plaza.
No estoy hablando en contra de los tiempos creativos, yo creo que es necesario el tiempo de “mirar por la ventana” como dice mi profesor de escritura, para escribir un libro o para pintar un cuadro o cualquier actividad artística, es clave permitir que haya espacios en blanco y entenderlos no como pérdida de tiempo si no como parte misma del trabajo: dejar que algo aparezca.
Ahora que los chicos ya están más grandes estamos en una nueva etapa: la de los deportes competitivos y el club. Los sábados a la mañana, se me aparecen nuevas y viejas amigas en los clubes, mientras miramos y alentamos a nuestros hijos; de repente hablo del tema con la pediatra, que también lleva a los suyos a competir en hockey, y chateo con mi mejor amiga que se fue de viaje a Santa Fé con su hija a un torneo de voley. Otra vez la sensación de que vamos con muchas otras familias en un sentido común. Y con toda esta novedad también empezamos a bajarnos de otros planes porque “no puedo, tengo que llevar a los chicos al club”. A veces son ellos mismos los que prefieren decir que no y eligen sus actividades deportivas.
¿Por qué no lo cambiamos por nada? ¿Qué nos da el club?
Además del deporte: el sentido de pertenencia a un grupo, el aprendizaje emocional cuando perdemos, cuando tenemos un mal día y la conducta ante los demás cuando ganamos y festejamos. Y en especial, lo mejor para mí para mí: el juego libre, ese que ya no abunda. Porque si el club es chico, como el nuestro, podemos sentarnos cerca y verlos correr en banda por todas partes, jugar a las escondidas, a la mancha, los vemos juntar palos y piedras, plantarse en el arenero una hora, posar los ojos sobre el cielo y los pájaros (hay cotorras, tordos) y hasta encontrar un caracol.