Autor: Maximiliano Gregorio-Cernadas
Crecen en Occidente conjeturas de que el Covid provino de una intervención humana, lo cual dotaría a esta catástrofe de un sesgo dramáticamente diferente y exigiría otra atención de los Estados, desde que se ha demostrado que esta pandemia constituye una amenaza a la seguridad mundial más destructiva aun que las armas nucleares, pues alcanza de un modo invisible a todo el planeta, a un sinnúmero de personas y a todo lo que compone la existencia de un país.
Entretanto, es necesario proceder conforme a la más elemental regla de seguridad ya formulada por Cicerón: “Es propio de mucho entendimiento el prevenir con el pensamiento lo venidero (…) de forma que nada nos sorprenda y nos veamos obligados a decir: ‘Nunca tal pensara’”.
Lo cierto es que cuando un país como la Argentina sufre un ataque externo que extermina en poco tiempo a más de 110.000 argentinos, arrasa con todo su sistema económico, social, educativo y sanitario, y amenaza con aniquilar a más personas y sumergir aún más al país, no hay duda de que estamos frente al mayor ataque masivo a la seguridad nacional de que se tenga memoria.
Cuanto más dilatemos el reconocimiento de esta realidad, más alejados estaremos de resolverla y de evitar que sus consecuencias se expandan o se repitan.
Una vez reconocida la naturaleza del problema como una amenaza a la seguridad nacional, debemos asumir que los recursos propios para enfrentarla han sido exiguos y que dependemos casi totalmente de aliados externos.
Para proteger la seguridad sanitaria de la Argentina, el Gobierno comenzó aliándose a Rusia, China y Cuba, y solo lo diversificó bajo presión, ofreciendo al mundo una señal inconfundible en materia de su estrategia de seguridad internacional, lo cual plantea interrogantes fundamentales.
Dada la trascendencia del asunto, es necesario convocar a un gran debate nacional para tratarlo, no solo entre medios y expertos, sino, sobre todo, donde más compete, que es en el Congreso de la Nación, pues se refiere nada menos que a la seguridad nacional, que es una cuestión prioritaria y atemporal, pues consiste en la existencia del país y, por ende, supera a una administración.
En suma, debe asumirse la naturaleza y gravedad de esta amenaza a la seguridad nacional. Segundo, es imprescindible recategorizar la cuestión, despojándola de ribetes partidarios, electorales o parroquiales, para elevarla a una concepción estratégica nacional. Tercero, amerita asignar un esfuerzo extraordinario a producir los recursos que nos doten del máximo de protección autónoma. Cuarto, se impone discutir todo lo atinente a las negociaciones y elecciones de aliados externos, como: ¿sería más ventajoso concentrar esas alianzas o desconcentrarlas en diversos bloques, laboratorios y Estados? ¿Con qué criterios y qué clase de compromisos estratégicos asumiríamos en cada caso? ¿Cuál aliado nos provee de qué ventajas: precios, celeridad, efectividad, certezas técnicas, asociaciones de investigación y productivas para el futuro, vinculaciones con otras cuestiones esenciales (deuda externa, mercados), etc.? Es decir, ¿cuáles opciones nos aportan mayor seguridad?
La cuestión es sumamente compleja y de prioridad excluyente y, en consecuencia, no puede quedar exclusivamente librada a un virólogo o a un político acuciado por inminentes comicios.
Publicado en La Nación el 22 de septiembre de 2021.