Pasados los diez minutos de tolerancia reglamentaria, cerró la puerta y no permitió que nadie más la traspasara. Claro, venía de Francia, en donde había obtenido su doctorado la prestigiosa École des Hautes Études en Sciences Sociales de París.
Iba a ser su primera clase en la Universidad de Buenos Aires, a donde había vuelto recientemente luego de su largo exilio que había comenzado una década atrás, cuando escapó casi milagrosamente de las garras de la Triple A.
A partir del momento mismo en que las puertas del aula se cerraron, quienes habíamos llegado temprano comenzamos a transitar por una experiencia fascinante: Ricardo Sidicaro comenzó a plantear su tesis en torno a la gran burguesía agraria. Y nadie se atrevería a interrumpir esa clase magistral. Como todas las que daría y desde donde luchó incansablemente (no sin detractores) por lograr que la sociología no se viera contaminada por las ideologías, o incluso que se confundiera con la ‘filosofía social’, el modo muchas veces despectivo con el que criticaba lo que hacían sus colegas, a los que acusaba de haber abandonado la sociología en sus respectivos exilios.
Claro, eran los tiempos de la transición democrática y así como debía reconstruirse la universidad, eran tiempos en los que se necesitaba volver a pensar un orden democrático. Un orden democrático en el que él también creía (porque había aprendido a quererlo) y por el que tanto trabajó, aunque haciéndonos entender, con Durkheim, que los hechos sociales deben ser tomados como cosas.
Pero más allá de aquellas batallas, que a medida que iban pasando los años las daba con armas cada vez más cargadas de su letal ironía, Sidicaro cumplía a rajatablas con el precepto, hoy tantas veces vociferado pero no tantas cumplido, de profesar una “educación pública, gratuita y de calidad”. Lo hizo desde sus clases pero, también, enseñándonos qué era eso de investigar en ciencias sociales.
Fuimos muchos los que, de su mano generosa y siempre entusiasta, nos sumamos a todas las ocurrencias que a borbotones se le aparecían para sembrar la perspectiva sociológica aquí y allí.
Fui uno de ellos. Pero también quien tuvo la dicha de tenerlo, todas las semanas como titular de cátedra pero, todos los días, en la oficina contigua, en el Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la Sociedad. Fue allí donde permitió adentrarme en los intersticios de esa monumental investigación que llevó adelante sobre el diario “La Nación” y que desembocó en el libro “La política mirada desde arriba”.
No era fácil ser su amigo. Su personalidad y seguramente también algunos capítulos trágicos de su vida, parecían haberlo acorazado. Pero no tanto para que desde su caótica oficina o desde su habitual morral lleno de papeles, drenara una generosidad sin límites. Esa que es indispensable en cualquier docente, en cualquier buen docente.
Le debo la pasión que conservo intacta: la de la sociología.
Gracias Ricardo, por habérmela contagiado tan bien. Hasta siempre.