En tiempos de confusión e incertidumbre, el presidente Javier Milei anhela construir un “nuevo nosotros” sin o con escasa fortaleza narrativa y social en torno a dos conceptos “la casta” y las “personas de bien”. Guarda la intención de erigir un nuevo nosotros (tomo esta idea de Ece Temelkuran) para influir en la esfera política jugando al tire y afloje con la oposición hasta que esta o una parte de ella se transforme de manera irreversible.
La intransigencia del discurso político de Milei no le permite salir de la relación amigo-enemigo que todo lo abarca, sin embargo, su pragmatismo le habilita forjar alianzas contradictorias, explícitas o implícitas, antes impensables. Un buen ejemplo que lo acerca al kirchnerismo es la presentación de Ariel Lijo como juez de la Corte Suprema. Sin omitir, por supuesto, en una lectura entre líneas, el poder del juez Ricardo Lorenzetti.
En muy pocos años el sistema político ingresó en un camino de degradación manifestado por ciertos rasgos bien definidos: la exaltación de los liderazgos personales, la disgregación partidaria, la desconfianza ciudadana hacia la política. Milei, como un fenómeno naciente, se siente destinado a reformular el sistema político establecido, depositario de sendos vicios inherentes a su funcionamiento provocados por la casta.
También se siente convocado frente a un Estado faccioso, sede la casta, que ha creado un entramado mafioso, que hay que desmantelar. Desde su enfoque anarco capitalista el objetivo es un Estado mínimo. La casta está constituida por grupos de poder encastrados en el Estado (gobernantes de turnos, funcionarios públicos, burocracia profesional y “contratada”, los “gerentes” de planes sociales) que crecen a sus expensas, obtienen favores particulares y ocultan, o pretenden ocultar, diversos rostros degradantes: la corrupción, las prebendas, el clientelismo, el crimen organizado, la garantía de impunidad, los servicios de baja calidad. Argumento que no cae mal en buena parte de la sociedad.
Las recientes denuncias de corrupción, desde el affaire de Martín Insaurralde en adelante, pasando por las denuncias de los fondos fiduciarios, los negocios de los brokers de seguros que compromete a Alberto Fernández, hasta un largo etcétera, se sintetiza en una frase: negocios y política, que prolonga -en qué medida- la legitimidad de la opinión pública, a pesar de las improvisaciones y de la incongruente gestión de gobierno, y del implacable ajuste que implementa.
Los argentinos de bien (¿honestos, decentes, respetables, dignos?) se enfrentan con los que no lo son, ¿quiénes?, la casta, y el resto de la población que cuestiona, aún con matices, al gobierno nacional, y los que con otra cosmovisión no apoyan. Una arbitraria diferenciación política para una democracia pluralista que, no obstante, salvaguarda aquellos miembros de la casta política que se incorporan a la gestión, sin distinción partidaria. Prevalece, pues, la dicotomía amigo-enemigo.
La idea de un nuevo nosotros aún no ha arrancado. No se ha forjado un sentimiento compartido de legitimidad, que no sea volátil. Las condiciones sociales no ayudan a esa construcción. Milei corre el riesgo, y de ahí su apuro, de la volatilidad del voto que puede impedir otras medidas de cambio. En política, esa lealtad es versátil. Quizá, por eso, está muy lejos de fundar un movimiento político. En un escenario de emergencia, se gobierna hace ya cuatro meses con mucha audacia desde la más pura concentración del poder a través de un DNU, sin que las oposiciones no puedan todavía reinventarlo o derribarlo. Muchos legisladores y gobernadores permanecen alertas en lista de espera. La experiencia histórica ilustra que quien no puede gobernar, porque carece de mayoría parlamentaria, tiene que negociar. Las enseñanzas vienen de lejos, ceder es duro, pero chocar contra la realidad es peor.
Una dirigencia política muy polarizada en dos grandes coaliciones no estaba preparada para recibir a Milei. Nunca pensó que gobernaría la Argentina. La acumulación de frustraciones abrió paso a un voto-por omisión, cercano a un 26%, ante la ausencia de una alternativa reformista de poder real y concreta. No es un voto-sanción, es un voto de opinión libre fastidiada. Un voto-fastidio, que no expresa gratificación. Manifiesta la afirmación y la voluntad de clausurar una situación que se consideraba desfavorable. Estas situaciones se producen, en general, por vaciamiento o por descreimiento.
¿Cómo clasificar el régimen de Milei? Es un nuevo ciclo cuyo signo es difícil de prever. Se trata de dar señales de advertencia hacia un escenario probable, entre otros tantos que puedan presentarse. El riesgo actual es el deslizamiento del decisionismo democrático por el que transitamos desde 1989 hacia un decisionismo autocrático. Examinando nuestro presente, ¿es posible el avance de la autocracia en la Argentina? Dos buenos ejemplos para contemplar, Hungría con Orbán y Turquía con Erdogan, con poderes ilimitados.
El proceso de transición hacia un decisionismo autocrático requiere, al menos, de un encadenamiento que enlace: la personalización del poder, una justicia controlada, el acaparamiento de la autoridad fiscal, el montaje de un nuevo nosotros, y la convergencia de medios digitales con la televisión que socave un régimen de discusión plural.
La autocracia no es necesariamente un gobierno sin partidos ni oposición. Aunque resulte alarmante este escenario político, no estamos en un callejón sin salida. Hay que retornar a la primacía de la política, recuperar su dignidad, como un árbitro ordenador del conflicto de nuestra existencia pública.
Publicado en Clarín el 9 de abril de 2024.
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