De las tareas que asigna la Constitución a los senadores, aprecio como una de las más importantes la de otorgar acuerdo a la propuesta del presidente para integrar la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
La Corte, uno de los tres poderes del Estado, tiene la particularidad de no quedar sometida a la evaluación popular periódica que significa una elección. Los presidentes, los vicepresidentes, los senadores y los diputados deben renovar sus mandatos mediante una elección cada cuatro o seis años según el caso. Limitación adecuada que apunta a evitar la perpetuación en los mismos puestos de poder a los ciudadanos a quienes se ha otorgado representación.
Al designar un miembro de la Corte, el presidente y el Senado, con su acuerdo, están asignando una posición principal en el Estado a quien, dependiendo de la edad del o la propuesta, adquiere un poder que podría perpetuarse por hasta 45 años, sin revalidación electoral. De aquí que se pueda considerar estos acuerdos la tarea más importante a cargo del Senado de la Nación y, en consecuencia, la idoneidad, integridad, trayectoria e independencia de todo tipo de intereses sectoriales, son fundamentales al momento de evaluar a los candidatos propuestos.
La sorpresiva propuesta del presidente Milei de dos candidatos para integrarla, ha comenzado a tener fundados reparos en distintos ámbitos: a los antecedentes de uno de los dos candidatos, el juez Lijo, y también al hecho de que durante varios años ninguna mujer formará parte de ella.
Por su obviedad, no abundaré en argumentos a favor de la integridad de los jueces y de la importancia de la incorporación de mujeres a la Corte; me concentraré en resaltar la importancia de que el Senado no otorgue el acuerdo para la designación del juez Lijo. No estamos frente a una negociación más de las que son habituales, razonables y sanas en una sociedad plural. Estamos frente a una decisión que marcará el carácter del tribunal superior de la nación y la calidad institucional de nuestro país por años que exceden en mucho el mandato de un gobierno.
Así como el electorado manifestó una firme voluntad de cambio frente a un modelo agotado, incapaz de resolver los desafíos de la estabilidad de la moneda, de generar empleos suficientes y bien remunerados por parte del sector privado, plagado de injusticias, agobio a los contribuyentes por la elevada y excesiva presión tributaria y corrupción generalizada, hay que apelar a esa misma capacidad de entendimiento para que se comprenda que sólo con instituciones sólidas, conducidas por personas capacitadas e íntegras, se podrá sacar al país adelante.
El Congreso está llamado a tener un papel fundamental en la posibilidad de que, por fin, nuestro país tome el rumbo del progreso sostenido en el tiempo. No puede ser una fuerza conservadora convertida en dique de contención de los cambios que la sociedad reclama y necesita, ni tampoco convalidar el destrato a las instituciones, al pluralismo y al diálogo y sobre todo la falta de empatía con el sufrimiento de los sectores populares y de la clase media.
Hay claras señales de la sociedad de entender la necesidad de cambios y de aceptar el esfuerzo y hasta en muchos casos el sacrificio que implican, en la esperanza de que un nuevo rumbo nos saque de la decadencia que se está convirtiendo en crónica. Esta actitud requiere como contrapartida por parte de los gobernantes, ejemplaridad, empatía con el sufrimiento, austeridad, humildad y también buenos modales, aunque esto parezca una nimiedad.
Apelo a que los senadores de mi partido, el radicalismo, asumiendo la responsabilidad de la hora, tengan la conducta cívica que este tiempo reclama y contribuyan a que el Senado en su conjunto rechace esta propuesta del Presidente y lo exhorte a enviar una propuesta a tono con la necesidad de integridad institucional que se requiere.
No se trata de procurar un frente opositor para torcer la voluntad del oficialismo y anotarse una cornada más en la pelea de dos bueyes bravos. Se trata del ejercicio a pleno del poder propio que, a poco más de un tercio de los presentes en el Senado, permita abrir un diálogo del que surja una propuesta que integre a la mujer y sea intachable.
No es hora de cálculos oportunistas ni de negociaciones por las urgencias de hoy que comprometan el mañana, es hora de que se entienda, como entendió Leandro Alem, que en política no se hace lo que se puede, se hace lo que se debe.