Se cumple un año de un gobierno “inesperado”, que desconcierta a las oposiciones, las vuelve por momentos más vulnerables de lo que ya son. Si ponemos el foco en la sociedad, en una buena parte de ella predomina el abatimiento y la desesperanza, en cambio, en otra, mayoritaria, desde el mes de octubre en adelante, las expectativas parecen querer dejar atrás la declinación de décadas. Es cierto, no hay euforia, pero la gestión gubernamental suscita ahora más apoyo, con prudencia y discreción.
El presidente Milei, con su particular excentricidad y pretensiones de demiurgo, ha obtenido un reconocimiento internacional, por el déficit cero, la inflación descendiente, su pertenencia ideológica, y otras medidas, que se siente rodeado por el laurel de la victoria. Sin embargo, su tiempo no ha sido aún probado. Milei mantiene una arrogancia personalista manifestada en descalificaciones, insultos, intolerancia, con una vocación por el altar de los plenos poderes. El miedo democrático no existe, lo que ha prevalecido en la historia argentina es el miedo a la autocracia y a las dictaduras militares.
¿Y la política? No es reductible a la economía, aunque la lucha por el poder esté vinculada a lo económico. Desde el punto de vista humano y de las instituciones democráticas, lo que cuenta es la primacía de la política, el ejercicio de la acción política. Esa, precisamente esa, que no sabe hoy que hacer. En la espera de un programa alternativo para la acción común, en el interior de un orden democrático y republicano, los partidos parecen agonizar. ¿Asistimos al fin del consenso?
La paz (aún con la Guerra Fría), el bienestar de la segunda mitad del siglo XX, y mucho antes, el “buen gobierno”, retratado en los frescos de Ambrogio Lorenzetti en Siena, no impidieron el nacimiento del despotismo moderno que ha emergido en las decaídas democracias del siglo XXI. Uno de los líderes del terror jacobino, Saint-Just, no desconocía lo que escribió en 1793:” Todas las artes han producido sus maravillas. El arte de gobernar casi no ha producido más que monstruos”. Conocía su época, pero no podía imaginar los monstruos totalitarios del siglo XX, ni los peligrosos déspotas del siglo XXI. Hoy, con las autocracias vigentes, y con los frentes de guerra, en la era nuclear, no solo están en peligro las democracias liberales, sino también el mundo entero. Occidente aparenta desmoronarse lentamente.
No vivimos en un cuadro idealizado de la democracia constitucional argentina. Los últimos 35 años de la política han estado atravesados por la lógica de la excepción, que es una lógica de concentración del poder en el Ejecutivo, cuya estructura se asienta en un conjunto de artículos de la Constitución de 1994, que aumenta la autonomía de la esfera del ejecutivo, principalmente cuando hay abusos, arbitrariedades, y falta de control del legislativo.
Se autoriza, entonces, al Presidente a ejercer funciones legislativas directas. Los problemas del Gobierno buscan resolverse en el interior de la emergencia y los poderes de excepción ¿Y el Congreso (en verdad, no todos sus legisladores) qué?
Ya no hay una convivencia de cooperación entre legislativo y ejecutivo, y hoy podría descifrarse de esta manera: de espaldas al Congreso a una “democracia de canje”. Así funciona el poder, con la política del “toma y daca”. Se negocia sin principio alguno, pero con compensaciones mutuas.
Los ejemplos en danza abundan: la ley de Ficha Limpia, el nombramiento de dos jueces en la Corte Suprema, el Procurador General de la Nación, el Presupuesto Nacional 2025, la eliminación de las PASO, el decisionismo fiscal, la ley de reglamentación de los DNU, el DNU 846 para canjes de deuda, el poder del veto total, la ley de financiamiento universitario. Sin duda, en la historia nunca se pudo definir el régimen óptimo. A veces, tropezamos con la realidad desencantada de los hechos versus su visión idealizada.
El rústico giro pragmático del ex partido anarco-libertario materializado en un brutal evento al desnudo, demuestra la forma de tratar los asuntos públicos: la “casta” en su máxima expresión. El presidente Milei confirma, una vez más, que el poder ejecutivo funciona como autoridad legislativa delegada. Es prácticamente un legislador por encima del parlamento (merced a él y al piélago de partidos), como lo fueron otros presidentes.
Estamos de nuevo ante el delicado hilo de la legalidad. ¿La autocracia, para otro día? La pregunta que atormenta, no promueve respuesta cierta: ¿en qué momento podemos salir de la democracia o vaciarla de toda fuerza? No lo sabemos. El riesgo actual es el deslizamiento del decisionismo democrático, por el que transitamos desde 1989, hacia un decisionismo autocrático.
Si este fuera el escenario, el presidente Milei requiere, al menos, de un encadenamiento que enlace la personalización del poder con una Justicia controlada, con una prensa más de conveniencia que de independencia, una reforma constitucional, el “brazo armado de la libertad avanza”, y de una masa de electores que puede o no adherir a una nueva narrativa hegemónica o a un “nuevo nosotros”.
El desafío es permanecer muy atentos a nuevas formas de poder y a los nuevos liderazgos en tiempos de grandes disrupciones y desmesuras. La mesura, por el contrario, es la demarcación para las relaciones humanas y para el orden de las cosas.
En el espacio político nos falta la conversación pública, del cara a cara, y no solo de la conexión digital con escaso grado de deliberación. En todo caso, a favor del libro y la argumentación presencial, con la revolución comunicacional.
Publicado en Clarín el 9 de diciembre de 2024.
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