jueves 28 de marzo de 2024
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Trabajo, pobreza y moral: el laberinto de San Cayetano

Cuando era un niño, en los tempranos años 70, mi madre religiosamente los días 7 de cada mes asistía a San Cayetano en Liniers y me obligaba a acompañarla. Recuerdo esas enormes colas de horas para ver al santo, apoyar por un instante la mano en un vidrio, elevar una plegaria y salir. La consigna era agradecer por el trabajo.

Cuando vi la reciente manifestación convocada por las organizaciones sociales, volvieron a mí aquellas imágenes. 

Más allá de creencias legítimas, el hecho de que, en la Argentina, tenga relevancia política la relación entre el trabajo y la religión es una parte del problema.

Se ha ido arraigando la idea de que la pobreza extendida es el resultado de un desorden moral. Como si los argentinos de hoy fuésemos moralmente peores que los de hace 30 años, o como si los daneses o noruegos fuesen moralmente mejores que los argentinos o los somalíes. Se trata de una hipótesis que no resiste análisis. Las sociedades más prósperas y justas lo son porque han resuelto una abultada agenda de cuestiones institucionales, educativas, infraestructurales, etc. y han colocado adecuados incentivos económicos, procurando que las relaciones socioproductivas sean al mismo tiempo rentables, estimulantes y equitativas, todo ello con bastante prescindencia de la calidad moral de sus integrantes. 

Por supuesto, hay aspectos morales en el modo en que las sociedades asignan recursos; pero considerar que la pobreza (un verdadero monstruo de mil cabezas) es el resultado de una situación de inmoralidad es una simplificación peligrosa y en tanto tal una mentira, cuya consecuencia es la imposibilidad de resolver un problema que no se termina de comprender.

El “sesgo moral” desvía la atención del aspecto más importante y absolutamente recurrente en la mayoría de las experiencias a escala global de superación de la pobreza: la generación de capacidades personales y organizacionales que posibiliten transformar los recursos de un entorno en riqueza. Concretamente, sin procesos consistentes de calificación de las personas y capitalización de las organizaciones, sobre todo empresas, la lucha contra la pobreza es una quimera. 

Transformar los recursos en riqueza e identificar adecuadamente las fuentes de riqueza, el modo de expandirla y las reglas de apropiación son problemas muy lejanos a la experiencia religiosa.

El foco en la moral nos distrae de la tarea que está en nuestras manos y debemos hacer. No es neutra esa visión. Por culpa de ella, estamos colocando la energía en el lugar equivocado, estamos recorriendo una y mil veces un camino sin salida. 

No habrá milagros.

La pobreza que nos desborda y que ha cambiado el paisaje de nuestras ciudades es el emergente de un proceso de descapitalización que lleva décadas en el país. 

Hay que decirlo con todas las letras, necesitamos urgentemente iniciar un proceso de recapitalización en todos los órdenes: financiero, tecnológico, infraestructural, cognitivo y social.

Nuestras empresas (salvo excepciones) están atrasadas tecnológicamente e imposibilitadas de acceder al crédito porque castigamos sistemáticamente la formación de capital, nuestra infraestructura se vuelve obsoleta mientras el Gobierno difiere hacia adelante las condiciones de un mantenimiento razonable, nuestros jóvenes no reciben la formación necesaria para poder integrarse fácilmente al mundo del trabajo, incluso la desconfianza erosiona el capital social. Somos cada día más pobres, aún más allá de las mediciones del PBI, se trata de una pobreza estructural y conceptual. Tenemos menos capacidades, y en vez de analizar cómo podemos expandirlas, nos esforzamos en buscar soluciones improcedentes. 

Las dilaciones son muy costosas socialmente. Debemos cambiar ese rumbo, y para eso debemos comprender las alternativas sobre las que debemos decidir.

La recapitalización es un camino arduo. No solo se necesita invertir más, se necesita estudiar más, trabajar más y mejor, cuidar más el capital natural disponible. La conjunción de esos factores incrementará nuestras capacidades productivas, aumentará nuestro stock de riqueza y nos facilitará la lucha contra la pobreza. En ese escenario las instituciones políticas pueden hacer mucho para que las personas salgan del agobio de las restricciones materiales. 

Claro que es más seductor decir que hay que impulsar un “shock de consumo”. Consumir es fácil y muchos conciudadanos/as consumen menos de lo razonable. Sin embargo, esas urgencias no nos habilitan a ignorar el nudo problemático que esa visión encierra. Hay una falacia en esa “convocatoria a consumir”, porque sencillamente cada vez tenemos menos que consumir, nos estamos comiendo las rutas que no arreglamos, la energía que no reponemos, las reservas del Banco Central y el capital cognitivo que se dilapida cada vez que jubilamos a alguien más dotado de capacidades laborales que su reemplazante.

Además, no se trata de un atajo que nos salga gratis. 

El sueño de salir de la pobreza de manera mágica nos lleva a conductas predatorias, a los manotazos sistemáticos, a una fiscalidad engorrosa y agobiante. A medida que nos hundimos en la pobreza crece la grieta, aumenta la desafección social con los procesos políticos, se profundizan la segregación y los prejuicios, los servicios públicos concebidos como espacios de integración son abandonados por las clases medias (que se vuelven más pobres), sencillamente porque el Estado no brinda seguridades prestacionales básicas o no satisfacen una regularidad elemental.

La lucha contra la pobreza es esencial, pero necesitamos un cambio de paradigma, una visión no complaciente que nos permita recuperar la esperanza. La esperanza no es el resultado de un jingle, sino de una visión consistente. 

En la pospandemia la Argentina volverá a tener oportunidades. Es probable que el alto endeudamiento público extendido a nivel global derive en un escenario más benévolo para los Estados deudores, la demanda de alimentos trazables y seguros se sostendrá a medida que muchos asiáticos vayan occidentalizando su dieta al impulso de las propias políticas de sus países al respecto, y las necesidades ambientales asociadas al cambio climático son una ventana enorme para la bioeconomía argentina. Ahora bien, no será un milagro aprovechar esas oportunidades, sino un esfuerzo compartido a partir de una visión.

La pobreza no nos dignifica ni nos exime de nuestras responsabilidades, como la riqueza tampoco lo hace. Nuestras opciones morales son personales y cada uno asume las suyas dentro de la legalidad constitucional. En cambio, el deber de las instituciones públicas es generar un marco que nos permita las más amplias posibilidades de realización. 

Nuestra gesta actual es emanciparnos de los pensamientos que nos atenazan, para poder discutir un orden social más productivo, menos predatorio y más justo.

Publicado en La Nación el 14 de agosto de 2021.

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