Dos eventos explican, según el propio Joe Biden, por qué decidió competir contra Donald Trump después de cuarenta años como senador y ocho como vicepresidente. El primero fue la marcha callejera organizada por tribus de derecha en la ciudad de Charlottesville, Virginia, en agosto de 2017, a la que acudieron neonazis y supremacistas blancos. El segundo fue su lectura del libro Cómo mueren las democracias, donde los politólogos de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt describen las maneras en las que líderes como Trump pueden destruir el sistema democrático desde adentro, aún en países ricos y aparentemente estables. Para el actual presidente de Estados Unidos, esa lectura fue como una llamada.
Publicado en 2018, el libro se convirtió rápidamente en un best seller global, empujado por un título tan escalofriante como atractivo, y en cualquier caso a tono con la época. Biden ganó las elecciones de 2020 y, luego de prometer que solo serviría un mandato, decidió volver a postularse pese a los cuestionamientos sobre su edad. Solo se bajó cuando la presión pública y en el propio Partido Demócrata parecía infranqueable; pero ya era tarde. El proyecto del presidente ha fracasado: Donald Trump se prepara para volver a la Casa Blanca luego de una elección contundente, en la que ha triunfado en todos los estados pendulares y en el voto popular.
A Levitsky, que ha dedicado buena parte de su carrera académica a estudiar América Latina, el libro lo empujó de lleno al escenario público de su país natal, donde ahora es una voz destacada. Este año, también en coautoría con Ziblatt, publicó La dictadura de la minoría, donde advierte sobre los problemas que engendra la Constitución y el sistema contramayoritario estadounidense y propone un conjunto de reformas.
En esta entrevista con Nueva Sociedad, Levitsky reconoce que el trabajo que viene desarrollando hace una década buscaba evitar precisamente un resultado como el del martes 5 de noviembre. El politólogo pide disculpas por su cansancio y su malhumor, ambos visibles, aclara que esta será la única entrevista que dará antes de retirarse de la conversación pública por un tiempo, pero recupera la energía para responder todas las preguntas, que van desde su lectura sobre la elección, el fracaso de la narrativa democrática para convocar a la mayoría del electorado y el impacto de una segunda presidencia de Trump, entre otras.
«Hay un ánimo antioficialista en todas las democracias del mundo», explica Levitsky desde su oficina en el Centro Rockefeller de la Universidad de Harvard, dedicado al estudio de asuntos latinoamericanos, y el cual dirige. Detrás de su escritorio cuelga un afiche con una página de diario que recuerda el día en que Salvador Allende ganó las elecciones en Chile, y arriba de su biblioteca hay una foto de Nestor Kirchner cuando hizo bajar el cuadro del dictador Jorge Rafael Videla de la galería de presidentes en el Colegio Militar. Postales de otros tiempos. Esta tarde del jueves 7 de noviembre, los pasillos de Harvard acusan el clima sombrío que se instaló entre buena parte de la comunidad académica después de las elecciones: hay clases suspendidas y correos institucionales ofreciendo espacios de contención a estudiantes. A Levitsky no le sorprendió el resultado, pero no se esperaba que Trump no solo consiguiera la mayoría del Colegio Electoral, sino que ganara la mayoría del voto popular, lo que no había ocurrido en 2016. «El antioficialismo es fuerte en todos lados y lo subestimamos», apunta al comienzo de la conversación.
Entonces tu principal lectura sobre la victoria de Trump se vincula con ese ánimo antioficialista…
Completamente. Hay una encuesta de boca de urna de CNN que encuentra que el 72% de quienes votaron dicen estar descontentos o con rabia sobre cómo están las cosas en Estados Unidos. ¿Cómo carajo va a ganar el oficialismo si el 72% de los que votan están descontentos o rabiosos sobre cómo están las cosas?
Mirando un poco más de cerca el sistema político estadounidense, ¿no te parece que hay algo más que la ola antioficialista? Trump ha ampliado su base tradicional de votantes. Algunos hablan a partir del martes de un realineamiento del electorado…
Es un poquito temprano para concluir eso, ¿no creés?
Bueno, vos citaste las encuestas de boca de urna, y por lo pronto…
No, no. De que esa gente votó por Trump no hay duda. Pero hablar de realineamiento, nuevas coaliciones… por favor. Eso no lo sabemos aún.
Pero sí podemos decir que Trump fue capaz de ampliar su base, conseguir un triunfo categórico en el colegio electoral e imponerse en el voto popular. La lectura acerca del ánimo antioficialista también puede convivir con otra que dice que hay algo más…
Mirá, hay tres partes del voto trumpista. La parte más grande de la torta es el voto MAGA [Make America Great Again]: el voto trumpista duro, que es un tercio del electorado. Es un número suficientemente grande para dominar el Partido Republicano y ganar elecciones internas. No es suficiente para elecciones generales. Hay otros dos grupos que le dan el triunfo. Uno es el de los republicanos de toda la vida, que es un grupo que está sangrando y desapareciendo: gente ideológicamente de derecha, que está muy en desacuerdo con el Partido Demócrata pero no quiere a Trump. Esa gente está migrando desde hace ocho años al Partido Demócrata, pero algunos se quedan y terminan votando a Trump como el mal menor.
Antes de pasar al tercer grupo, ¿ese mundo republicano anti-Trump existe todavía? Antes de las elecciones se decía justamente que Harris podía ganar con votos tradicionalmente republicanos, sobre todo de mujeres, algo que no se terminó materializando.
Habría que ver los datos. Por eso te digo que no podemos sacar conclusiones contundentes. Pero ese grupo existe. Es más chico que en 2020, y mucho más chico que en 2016, pero existe. Los cambios en los márgenes acá son decisivos y afectan el resultado, pero el 85% del electorado es estable: vota siempre lo mismo. La gran parte del voto de Trump votó por Mitt Romney [candidato del Partido Republicano en 2012]. Entonces hay mucha continuidad. Algunos se convirtieron y son trumpistas puros. Otros no. Supongo que lo veremos en las encuestas. Pero que los hay, los hay.
Te lo pregunto de otra manera: ¿qué tendrían que mostrar esos datos que van a empezar a llegar para que vos digas: «acá estamos en presencia de otra cosa»?
Estamos en otra cosa. Pero hemos estado en otra cosa por casi veinte años. Esta otra cosa se manifestó claramente con el surgimiento del Tea Party [la corriente libertaria de derecha que apareció en el Partido Republicano en 2009]. El sistema de partidos estadounidense está cambiando de una manera dramática, pero eso ya estaba ocurriendo. No hay mucho de nuevo en 2024. Ya a principios del siglo XXI, un partido del establishment de centroderecha empieza a convertirse en un partido cada vez más etnonacionalista. De ser algo parecido al Partido Conservador británico pasa a ser el Frente Nacional francés. Un partido que sobre todo prioriza la defensa de los blancos cristianos. De ahí surge Trump. Y Trump hace otro giro: el partido, además de etnonacionalista, se convierte cada vez más en populista, antisistema. Y una vez convertido en antisistema empieza a atraer votos no blancos. Porque hay un sector del electorado, no gigantesco pero importante, de votantes no afiliados con ningún partido, que no participan mucho en política, pero que si votan lo hacen con un nivel de descontento bastante alto: blancos, latinos, negros, más hombres que mujeres. Ellos votaron por Trump en esta elección, y le dieron la victoria.
Retomando tu argumento previo, ese sería el tercer componente del voto trumpista.
Exactamente. Muchos votaron por Biden en 2020: están votando oposición. Y una cosa más. En todas las democracias occidentales, el clivaje principal ya no es izquierda-derecha sino cosmopolitas contra etnonacionalistas. Esta transformación ha ocurrido en Estados Unidos, y es un cambio gigantesco.
Quiero preguntarte por una de las narrativas de esta elección que se vincula directamente con tu libro, acerca de que la democracia estaba en juego en las urnas. Los demócratas lo han dicho mucho en esta campaña. Vos también lo has dicho este año en entrevistas. Mi pregunta es si no creés, después de este resultado, que el relato acerca de que Trump es un peligro democrático no funciona en términos electorales.
Estás confundiendo algo. Yo soy politólogo, es mi trabajo hablar del peligro de la democracia. Yo estudio, desde hace treinta años, la democracia, la caída de las democracias, el autoritarismo. Es mi trabajo hablar en las entrevistas sobre ese peligro. No es mi trabajo construir una narrativa para ganar elecciones. Ese es el trabajo de los políticos. El Partido Demócrata tiene que decidir cuál es su plataforma y su estrategia para ganar elecciones. A veces lo hace bien, a veces mal, gana, pierde: así es con los partidos.
Pero es cierto que correr con el discurso de defender la democracia no va a traer demasiados votos. Nunca lo hace. Con la excepción de países como Argentina en los años 80 o Chile y Sudáfrica en los 90, que salían de dictaduras terribles; con pequeñas excepciones, la gente nunca vota por la democracia. No podemos depender del electorado para salvarnos. Es el trabajo de la elite defender la democracia. De los políticos, los jueces, los periodistas, los líderes religiosos, los empresarios. No podemos depender de la gente. La gente se preocupa, con razón, por la inflación.
Y quizás otro de los motivos por los que ese discurso no funciona se vincula con el hecho de que los votantes de Trump se sienten señalados. Gente que se siente etiquetada como fascista cuando además, y esto no me parece menor, ellos también creen que están peleando por la democracia.
Y yo te digo que están equivocados, y es parte de mi trabajo como politólogo. Yo uso la regla cardinal de la democracia: hay que aceptar los resultados de las elecciones. La segunda regla es de Juan Linz, y es que hay que evitar siempre la violencia. Hay un partido y un candidato que han violado esas reglas. Me importa un bledo si los votantes de Trump creen que están defendiendo la democracia. Pero sí creo que es importante distinguir entre elite y masa. Decir que los votantes de Trump son autoritarios o fascistas es empíricamente falso.
En tu trabajo queda claro cómo Trump debilita la democracia, desde su retórica hasta su actuación cuando se encuentra en el poder. Pero también es cierto que hay una parte del país que no se sentía integrada y no confiaba en las instituciones antes de la llegada de Trump. ¿No te parece que esa sensación de exclusión también amenaza a la democracia, más allá de lo que pueda hacer Trump?
Me parece que es un poco exagerado. Nunca hubo un momento en Estados Unidos en el cual un sector significativo del electorado no se sintiera excluido de la democracia. Cuando surgió Huey Long, el «Perón» de Estados Unidos, movilizó una gran masa de apoyo. Henry Ford, nuestro primer fascista, también tenía mucho apoyo. Y eso para no hablar de la población negra, que realmente fue excluida de la democracia. Entonces, no es nuevo que un sector se sienta marginado. Pero, desde 1965, hablar de gente excluida de la democracia me parece bien fuerte. Hay algo que es cierto. En todas las democracias occidentales los partidos de centroderecha y centroizquierda convergieron por treinta años en dos cosas importantes: apoyaron la globalización y toleraron la inmigración. Y hay un tercio del electorado que no comparte ese consenso, y que se siente no representado. Excluido es fuerte: votan. Y no sé si la rabia de los trumpistas tiene que ver con la sensación de que no están incluidos en la democracia. Para mí es pérdida de estatus.
Lo que quiero decir es que a veces, cuando en la conversación pública se habla de la crisis de la democracia, parece suponerse que antes estaba todo bien. Tanto Kamala Harris como Joe Biden se vendieron como los guardianes de un sistema que había que proteger, no reformar. Y mi pregunta es si la irrupción de Trump no pone justamente en primer plano que, para mucha gente, todo estaba peor de lo que imaginamos. Y que no solo se explica con el discurso de la pérdida de estatus, que resumido sería algo así como: «No pudimos ver cómo la globalización y la inmigración impactaban en blancos de clase trabajadora del Medio Oeste», sino había también una sensación de desprecio acumulado que va más allá de la pérdida de estatus, que sin dudas también existe.
Que Trump es síntoma, tanto como causa, de la crisis, me parece totalmente cierto. Que las fuentes del voto antisistema vienen desde antes, sin dudas. Hay varias explicaciones. Una tiene que ver con la creciente desigualdad, la falta de movilidad social en los últimos cincuenta años. Y el papel del dinero en la política es tremendo. Varios politólogos empezaron a decir desde principios de siglo que Estados Unidos se estaba transformando en una oligarquía. Que era difícil llamarlo democracia, debido al poder de la plata. Nadie nos escuchaba, hasta que llegó Trump. Y el nivel de polarización social, que se vio claramente con el Tea Party, también es previo. Es posible que exageremos el nivel de cambio que hay con Trump, porque es cierto que hay mucha continuidad, pero también hay una ruptura. Nadie antes de Trump cuestionó la legitimidad de las elecciones. Y, perdón, eso es importante. Bush, Romney, McCain, Reagan: ninguno de esos tipos cuestionó los resultados de las elecciones. Ninguno coqueteó con la violencia política. Las coaliciones electorales cambiaron lentamente, de manera incremental. Pero en términos de comportamiento político de la elite, el cambio de Romney a Trump es muy importante. Algo sí empezó con él.
¿Qué te preocupa de este segundo mandato de Trump?
Buena pregunta. Cambia hora por hora. Una cosa que está arriba de mi lista es la política exterior. Creo que regalarle Ucrania a [Vladímir] Putin sería algo muy importante. No sé si va a lograr hacer todo, pero me parece muy probable que haya un giro dramático en la política exterior, de una manera que puede acelerar el declive de Estados Unidos en el mundo, con consecuencias enormes. Eso por un lado. Otra cosa es una posible guerra de aranceles. Las barreras comerciales contra México serían un desastre. Y en el plano doméstico me preocupan dos cosas. Una es que Trump va a debilitar aún más la democracia con el uso del poder del Departamento de justicia. No creo que pueda encarcelar a sus rivales, pero sí joderlos. Hostigarlos, investigarlos, procesarlos: hacer que gasten su cuenta bancaria defendiéndose. Que tengan que dejar su trabajo. Eso creo que va a pasar. Otra cosa que no sabemos si va a poder hacer realmente, pero que sí me preocupa, es la deportación masiva. Si intenta expulsar 15 o 20 millones de personas del país, la cantidad de violaciones a los derechos humanos y civiles sería tremenda.
Hablaste de aranceles a México, pero en términos del impacto de la segunda presidencia de Trump en América Latina, ¿a qué le prestarías más atención?
Como sabés, todos los gobiernos de Estados Unidos suelen subordinar su política a la cuestión doméstica. No conozco ninguna administración que haya sido realmente seria sobre América Latina, cosa que me parece lamentable. Trump no va a hacer un gran cambio. No va a prestar mucha atención a América Latina, como Obama y Biden tampoco lo hicieron [la conversación fue realizada antes de la designación de Marco Rubio como Secretario de Estado]. Pero sí hay dos cosas que Trump puede hacer para amenazar la democracia. Uno es el establecimiento de un modelo autoritario. «Si Trump puede cuestionar los resultados electorales pues yo también». Keiko Fujimori, [Jair] Bolsonaro y [Javier] Milei también pueden hacerlo. Lo segundo es que a él le importa un bledo la democracia. Entonces va a tolerar jugadas autoritarias en una medida mucho mayor que Biden. Guatemala y Honduras se pusieron más autoritarias bajo Trump. [Nayib] Bukele también se consolidó, aunque probablemente hubiera pasado igual. Pero no ayudó que Trump no hiciera nada. Lo mismo [Daniel] Ortega [en Nicaragua]. Entonces Centroamérica, donde Estados Unidos todavía tiene mucha influencia, se puede volver más autoritaria. Biden hizo mucho para evitar un golpe de Estado en Brasil, cosa que Trump no habría hecho. Pero el destino de las democracias, y sobre todo de las más grandes, como México, Brasil, Argentina o Colombia, está en manos de los mexicanos, los brasileños, los argentinos y los colombianos.
Por último, y aprovechando que estamos en Harvard, ¿qué nuevas preguntas e investigaciones te parece que deben surgir de las ciencias sociales para entender mejor este escenario?
Es una muy buena pregunta, para la cual no creo que tenga una respuesta muy inteligente. Yo creo que los politólogos hemos fracasado. No hemos logrado entender el descontento actual en las democracias. En términos amplios lo sabemos: inflación, covid-19, las redes sociales. Pero no logramos entender todavía el nivel de descontento, que es muy alto y, ya sabemos, muy peligroso. La democracia puede morir aún en países ricos. Entonces, eso: entender qué carajo está pasando con el descontento público. Y segundo, relacionado, creo que si bien estamos estudiando el efecto de las redes sociales, que son enormes, todavía tenemos que entender mejor sus consecuencias.
Publicada en Nueva Sociedad en noviembre de 2024.
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