El legendario poeta, erudito y pedagogo inglés Patrick O. Dudgeon, maestro de maestros de la lengua inglesa en la Argentina, me recordaba en reveladores encuentros particulares durante los inicios de los ‘80, que él pertenecía a las últimas generaciones formadas en las tradicionales universidades inglesas con una sólida base de estudios grecolatinos, cuya decadencia mundial en los años ’30 había coincidido, no casualmente, con el auge internacional de los sangrientos irracionalismos del siglo XX.
Acaso aquella tragedia educativa, que evoca los estragos bárbaros del Medioevo y los reúne en el simbólico acto de la destrucción de libros, sea explicable porque el vibrante humanismo que anima la cultura clásica y su Renacimiento, con su inagotable bagaje de valores centrados en el hombre, constituye la némesis de la seductora ductilidad que proponen las ideologías populistas, para las cuales cada individuo puede relajar a voluntad la íntima ley moral que define su condición humana, en supuesto aras de la masa y su razón.
Como cada nueva etapa del pensamiento humano que incorpora a las precedentes una perspectiva enriquecedora, el posmodernismo imperante ha concretado aportes extraordinarios e imprescindibles, como la exaltación de la crítica, una suerte de “arqueología del saber” o las sutilezas del discurso y la intertextualidad, entre otros.
Sin embargo, el espíritu de la tabula rasa y del desprecio de la sustancialidad clásica como un conocimiento perimido, corre el riesgo de reducir los progresos posmodernos a huecos instrumentos autorreferenciales, como un perro mordiéndose la cola, o de convertir su genuina pulsión transgresora en el revival de un irracionalismo amoral, fomentando el arquetípico drama intelectual de nuestro tiempo, que consiste en un paradojal abismo entre el retrógrado pensamiento que rige buena parte del mundo, y los arrolladores avances de las ciencias duras hasta confines jamás explorados del universo, causa de la ominosa alienación del hombre actual, desconcertado frente al irrefrenable poder de las ciencias aplicadas, capaces hoy de clonar a capricho el físico y el espíritu de un hombre extraviado en un mapa sin referencias.
Frente a tan terrible disyuntiva, es vital que los ineludibles avances de la tecnología, sublimados en la IA, sean acompañados de un progreso equivalente en las ciencias del espíritu, como las llaman bellamente los alemanes, que preserve al ser humano de ser avasallado por máquinas y déspotas.
La educación básica de nuestro tiempo sufre de la sutil paradoja de subestimar a los niños y a los jóvenes juzgándolos incapaces de acceder a los conocimientos elevados que ofrecen los estudios clásicos, aunque aptos para ser objetos pasivos de alambicadas elaboraciones posmodernas, y enseñándoles a reemplazar la humilde curiosidad de antaño por la pedante complacencia de nuestro tiempo.
La recuperación del allure de los estudios clásicos para la currícula educativa manteniendo un saludable debate con el relativismo vigente constituiría, particularmente en un país proclive a enaltecer los argumentos de la pasión, una revolución humanista hacia la formación de jóvenes con pensamiento libre, capaces de discernir cómo tomar provecho de las infinitas virtudes de la tecnología y evitar los abundantes vicios del totalitarismo.
Publicado en La Nación el 17 de octubre de 2024.