Si durante los últimos ochenta años el supuestamente todopoderoso Estado argentino ha devenido, en realidad, cada vez más endeble e ineficaz para solucionar los problemas de cada vez más pobres, ergo, sus crecientes recursos y poder han estado desviándose hacia un tercer actor no estatal, agravado por el exitoso truco de hacer creer lo contrario, como lo demostraron las recientes primarias.
En efecto, la confusión que enreda a los argentinos hoy radica en la inadvertida paradoja de que dos de las tres fuerzas competitivas para los próximos comicios persiguen, de modos diversos, el mismo fin: el debilitamiento y la privatización del Estado. El peronismo, agotado en su última versión K y consciente de su inminente derrota, aprovecha sus postreros instantes al comando de la botonera estatal para abroquelar a sus socios (empresarios prebendarios, piqueteros, sindicalistas oligárquicos, empleados estatales fanatizados, etc.) mediante onerosas medidas destinadas a privar al próximo gobierno del Estado elegido por el votante de botones que apretar, lo cual concluye en una forma sutil de privatizarlo, ajustando su clásico axioma a la nueva circunstancia: el Estado debe estar presente, siempre y cuando no quede en manos ajenas.
Ejemplos de estas medidas adoptadas in extremis abundan por todo el país, actividad y jerarquía, como ocurre en la decisiva política exterior: designaciones inamovibles en organismos internacionales, ascensos de funcionarios amigos, traslados de embajadores militantes, nombramientos masivos y hasta decisiones de alta política, como la incorporación a los Brics y otros delicados compromisos con superpotencias, que persiguen un doble propósito: fidelizar para el futuro a amigos ad hominem que devendrán en más leales y fanáticos, pero, sobre todo, privar una vez más al próximo Estado de recursos y poder, pues el costo para revertir estos dislates será enorme. Anular un ascenso, regresar a un embajador que acaba de ser trasladado al exterior o retirarse de una organización a la cual se acaba de acceder son medidas gravosas y que exigirán coraje.
En cuanto a la anarquía que propone el otro tercio competitivo, consiste en un desguace explícito y absoluto del Estado que exime de explicar sus intenciones y desnuda lo evidente: una privatización extrema del Estado solo favorecería a los más poderosos y desprotegería a los más vulnerables, es decir, clases media y baja, pymes, jóvenes, jubilados y marginados. No son casuales y contribuyen a explicar esta paradójica alianza apuntada a conservar el statu quo las oscuras asociaciones electorales entre los tercios de la LLA y la UP, y el hecho de que el más consumado ejemplo de la opción libertaria ya fue ensayado por el propio peronismo en su versión Menem –”el mejor gobierno argentino de los últimos años”, confirma Milei–, que concluyó en una fiesta para los poderosos y una tragedia para los desvalidos.
Corresponden, pues, a JxC, el otro tercio en competencia, varios desafíos: interpretar la indignada y perspicaz intuición de muchos votantes de que el quid radica en la estafa de la aparente ubicuidad de un Estado en verdad ausente; saber explicar que ese ausentismo deriva del abuso pendular del Estado perpetrado por esas dos versiones simuladamente opuestas, la ultraestatista y la antiestatista, y persuadir del papel decisivo del Estado, pues no existe país exitoso en la Tierra, democrático y con desarrollo equitativo que lo haya logrado con un Estado raquítico o abusado por los privados; en suma, lograr comunicar que allí donde está el flagelo más gravoso de la Argentina también se encuentra su redención.
Publicado en La Nación el 4 de octubre de 2023.