Plácido domingo. Para mirar a Japón haciéndose el harakiri con Costa Rica como testigo, o a Bélgica naufragar frente a Marruecos, y por qué no, tomar nota de que a Alemania nunca hay que dejarla con vida, como se España se permitió. Plácido domingo, para acompañar los primeros sorbos de mate con la lectura de las crónicas deportivas o repasar las incidencias del triunfo ante México, con ese zurdazo tan potente como emocionante de Messi para abrir la cuenta, y el derechazo de Enzo para cerrarla. Plácido domingo para pasear por el parque si estás saturado de fútbol, en un pequeño descanso para despejar la mente y prepararla de aquí al miércoles, en esta semana que arranca, pero a diferencia de los últimos cuatro días, serán transitables, rápidos, no pesados ni tediosos como los que tocaron atravesar entre martes y sábado.
Contra México, a la Argentina le tocó jugar uno de esos partidos que quedan grabados en la memoria no precisamente por un juego hermoso por cómo triangulan los jugadores, o rompen líneas o intercalan la construcción con las gambetas. Fue inolvidable por la intensidad con la que se luchó cada pelota y la fuerza con la que se metió el pie. Y porque Messi, en el momento más áspero, marcó la gran diferencia justo en ese pasaje de la tarde/noche en el que más tocaba aferrarse al 10, al distinto, al que sirve como depositario de todas nuestras ilusiones. No solo de las nuestras —los que miramos desde afuera de la cancha— sino de más de uno de los de la nueva camada, como el propio Enzo Fernández, que ni bien terminó el encuentro contó cómo cumplió el sueño posible/imposible de recibir la pelota de su ídolo de la infancia, para luego de hacer el segundo, correr y besarle, abrazarse con él, con el que antes disfrutaba por tv y en la Playstation.
Parte de la valentía de la albiceleste, hay que decirlo, la aportó Scaloni. Lejos de ensimismarse —inmolarse— con el 11 titular que se recita(ba) de memoria tras ganar la Copa América y pasearse las Eliminatorias, dio el volantazo: sentó a Paredes por Guido Rodríguez en la sala de máquinas y apostó por Acuña en el lateral izquierdo, y se atrevió a darle galones a Mac Allister envés de Papu Gómez. Y en el segundo tiempo, a la hora de la verdad, no le tembló el pulso para colocar a Enzo Fernández, ese diamante en bruto que Benfica venderá pronto por casi 100 millones de euros pero que hasta hace muy poquito deslumbraba con Gallardo en la cancha de River junto con Julián Álvarez, que rindió mejor en el lugar de —y no al lado de— Lautaro Martínez, el 9 de la Scaloneta, quien salió sin malos gestos ni mala cara gracias a la buena onda de un grupo en el que ningún jugador es mejor que todos juntos.
Todavía con partículas de la alegría colectiva, y sin querer reducirla ni mucho menos, no dejo de sorprenderme de lo importante y potente que es el fútbol para la gente (recuerden que no soy argentino, y que aun cuando hay muchas cosas que el paso del tiempo me ha permitido naturalizar, no por ello dejan de asombrarme). Se me hace imposible, ya en esta previa al partido contra Polonia, imaginar lo que hubieran sido las calles de la Argentina en este plácido domingo/lunes de antesala si el sábado no se hubiera ganado, como tampoco quisiera pensar en cómo hubiéramos encarado lo que hay de aquí a la tarde del miércoles. Insisto: la energía hermosa del Mundial deberíamos cargarla, proyectarla y compartirla siempre para encarar cualquier diatriba. Difícil, inverosímil, es pensar que viviríamos alguna crisis si nos dejáramos impulsar por este buen rollo colectivo permanentemente, en el que todos vamos juntos por el objetivo de ser los mejores del mundo. No olvidemos, por ejemplo, que de aquí al 18 de diciembre el dólar (lamentablemente) no va a parar de subir, y que habrán millones de argentinos que de una u otra manera padecerán la crisis. Pero no dejemos tampoco de tener una alegría, una ilusión, a la cual aferrarnos. Porque en tiempos como estos, en algo hay que creer. Y contra Polonia, por supuesto, bien vale repetir la consigna de antes de México y de antes del Mundial: elijo creer.