viernes 29 de marzo de 2024
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Necesitamos un pacto ético

La pandemia pasará, y otra vez será la ciencia la superheroína. A su paso habrá desnudado un modelo estatal opaco e ineficiente. Contrariando la expectativa “el Estado es el que te salva”, las dificultades han mostrado que, pese al esfuerzo de los agentes públicos, tenemos un Estado corroído. 

A la luz de las movilizaciones continentales y del tono del debate en Europa y Estados Unidos, no estamos solos en la insatisfacción. Se refuerza la percepción de que “la política” entorpece lo que podría funcionar mejor. La desconfianza de las burocracias tiene múltiples rostros, no solo las sospechas sobre su ineficiencia o corrupción, sino que los Estados padecen una acusación sorda que crece entre los jóvenes “nativos digitales”, una sensación de estar fuera de tiempo en sus prioridades y formas de gestionarlas. 

El hecho constatable de que las transformaciones en la base sociotecnológica de la sociedad no tuvieron un correlato categórico en el mejor diseño de políticas públicas se constituye en una denuncia de inmovilismo o falta de creatividad. En el caso argentino, la gestión de la pandemia ha devaluado la palabra oficial. Más allá de particularidades, hay modos de ejercer la representación, comunicar y liderar que están agotados. No hay atajos, el cuidado del prestigio público se construye generando bienes públicos de calidad. 

La idea de un Estado militante choca contra una mirada ética sobre el manejo de los recursos y se vuelve una trampa cuando se necesita, como ahora, de un tipo de compromiso que no está asociado a la partidización, sino a la acción responsable. A los problemas globales de representaciones lesionadas, nosotros sumamos un proceso de desprofesionalización que es el caldo de cultivo ideal para la antipolítica. Si los dirigentes no estamos dispuestos a adecuar el Estado a los desafíos de hoy, nuestra falta de contexto se transformará en un problema inmanejable. 

La amenaza que nos tiene empantanados es un conjunto de prácticas naturalizadas, algunas de ellas reivindicadas, asociadas al uso arbitrario del poder, a la falta de compromiso con los resultados y a la vocación de pensar las políticas excluyentemente como formas de acumulación o manejo de cajas. Concebida de esta manera, la gestión pública busca controlar a la sociedad, más que generar marcos para desarrollar la creatividad, las ganas de interactuar, crear, producir y generar calidad de vida. 

La tensión entre una sociedad hiperconectada y estimulada, que se reconfigura en torno a la facilidad de acceso a la información y un Estado que pretende controlarla es irresoluble. Si a eso le sumamos que cada intento de modernización es bloqueado, el resultado arroja prestaciones cada vez más pobres y más pérdida de la legitimidad. 

En la urgencia de este debate se juega la disputa entre quienes queremos perfeccionar la democracia y quienes pretenden sustituirla. Quienes deseamos un Estado enfocado en la construcción de ciudadanía, con un estándar tecnológico adecuado, calificado y austero, y quienes pretenden soluciones mágicas o sueñan con transformarlo en un instrumento de perpetuación en el poder. 

Necesitamos un pacto ético que se materialice en un Estado que pueda dar cuenta de sus actos y que sepa establecer prioridades. A fines del siglo XIX construimos un Estado con el deseo de conformar una sociedad tolerante, receptiva y educada. A mediados del siglo XX lo reformamos a tono con el clima de época. Hoy tenemos que recuperar la confianza. Construir un Estado centrado en lo local, más vanguardista en lo educativo, más sostenible fiscalmente, más profesional. El Estado que debemos configurar hoy debe incluir inteligencia artificial, relaciones con la trama socioproductiva estables, procesos previsibles y ágiles, una cercanía más intensa con los ciudadanos y rendiciones de cuentas sencillas. 

La sociedad argentina ha sabido revisar su recorrido, pudimos superar el militarismo cuando advertimos su irracionalidad; hoy estamos frente a la necesidad de una reflexión profunda sobre nuestra democracia y nuestro modelo económico y social. El país que soñamos no nos será regalado, tendremos que trabajar dura y honestamente para lograrlo. Habrá que curtir la piel para derribar cada uno de los mitos y prejuicios que nos encadenan a la pobreza y al atraso. No esperemos que ocurran milagrosamente los cambios que necesitamos. Tenemos la obligación de dar esa pelea. 

Publicado en La Nación el 11 de junio de 2021.

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