Como el “dictador más cool del mundo” —tal como él mismo se autodefine en sus redes—, Bukele ha logrado convertir la concentración de poder en una marca personal y el estado de excepción en una rutina de gobierno. Ha transformado El Salvador en un experimento autoritario con estética millennial y en un espejo incómodo para las democracias latinoamericanas.
Desde que asumió la presidencia de su país el 1 de junio de 2019, se propuso construir un régimen autoritario con apariencia democrática. Para ello debía sortear varios obstáculos de orden constitucional, lo cual no le resultó un problema: lleva 41 meses gobernando bajo un estado de emergencia que incluye la suspensión de las garantías constitucionales. Cada mes, la Asamblea Legislativa —donde su partido controla 57 de los 60 escaños— vota la prórroga que le permite al Poder Ejecutivo detener personas sin orden judicial ni control legal.
La excepción ya ha sido votada mensualmente por el congreso en 41 ocasiones consecutivas. Es decir, el estado de sitio ya no es una excepción: es la nueva normalidad.
En 2024, a pesar de que la Constitución prohibía expresamente la reelección presidencial, Bukele logró ser reelegido con el 86 % de los votos. El artilugio fue tomarse licencia siete meses antes de la elección, dado que la Carta Magna impedía ser candidato a quien ejerciera la presidencia dentro de los seis meses previos al comicio. Ahora ha dado el paso final, reformó la Constitución para eliminar esa prohibición y habilitar la reelección indefinida.
La suspension de las garantías de debido proceso y su estrategia de seguridad, transformó radicalmente al país, pasando de tener la tasa de homicidios más alta del mundo a registrar la más bajas. Sin embargo, esa reducción vino acompañada de un encarcelamiento masivo, El Salvador es el país con mayor proporción de presos del planeta.
Los salvadoreños atravesaron casi todo el siglo XX con gobiernos dictatoriales, para luego sufrir una guerra civil que se extendió por más de una década y dejó 75 mil muertos. Recién en la década de 1990 lograron consolidar una democracia estable, sin embargo, esa transición vino acompañada de un nuevo flagelo: las maras. Estos grupos de pandilleros violentos surgieron originalmente en Los Ángeles, formados por jóvenes inmigrantes centroamericanos que, tras ser deportados desde Estados Unidos, regresaron a El Salvador y se adueñaron de las calles. Así, el país más pequeño de Centroamérica se transformó en un infierno cotidiano para sus seis millones de habitantes. Una tierra con pocas industrias más allá del café y el turismo costero, famoso por sus playas con olas perfectas para el surf, pero marcada por la violencia, la extorsión y el miedo.
La democracia salvadoreña, que durante tres décadas alternó gobiernos de derecha e izquierda entre los partidos ARENA y el FMLN, no logró resolver el problema estructural de la violencia, ni pudo dar respuesta a las crisis económicas y sociales típicas de la región. En ese contexto, el joven Bukele rompió con su partido (FMLN) y fundó un partido antipolítica llamado “Nuevas Ideas”.
Astuto en el uso de las redes sociales y con un discurso directo y emocional, supo aprovechar el desgaste del sistema para instalarse en estas nuevas democracias de audiencias, como el portavoz del pueblo contra “los de siempre”. Su figura creció al calor del enojo social, y así obtuvo niveles inéditos de adhesión popular, aunque también se registraron altas tasas de abstencionismo electoral.
Como nos advertían Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su obra Cómo mueren las democracias (2018): “Los autócratas modernos emergen a través de elecciones competitivas, utilizando las herramientas de la democracia para destruirla desde adentro.” En esa lógica trabajó Bukele durante casi cinco años, período en el que logró desmantelar todas las herramientas republicanas de control: reformó la justicia a su medida, diezmó a la prensa independiente, desfinanció a los partidos políticos hasta reducirlos a meras representaciones simbólicas y finalmente, reformó la Constitución para perpetuarse en el poder.
El 86 % de votos que logró para su reelección son la expresión de una sociedad cansada, que ha canjeado la pluralidad política por el orden y la paz.
Bukele lo logró: la democracia liberal y las maras han muerto en El Salvador.