Javier Milei, el presidente inesperado, se convirtió en cinco días en un líder decisionista, que legisla por decreto. Mediante la tramitación de un incomprensible mega decreto de necesidad y urgencia (DNU), que conmueve a una parte de la sociedad, se declara en su artículo 1: la emergencia pública en materia económica, financiera, fiscal, administrativa, previsional, tarifaria, sanitaria y social hasta el 31 de diciembre de 2025.
El diseño del decreto es cuestionable, por el volumen de los temas abordados, en el que se mezclan materias estructurales para la desregulación de la economía, la reforma del Estado con, por ejemplo, asuntos sobre la “inserción en el mundo” de la Argentina.
Todos los temas incorporados deben justificarse por las circunstancias excepcionales, la urgencia y la extrema emergencia, que exige la Constitución. No se puede convertir al Ejecutivo en una autoridad legislativa delegada, de carácter permanente. Hay que distinguir visiblemente los momentos excepcionales de la normalidad.
El riesgo de inconstitucionalidad es evidente. Ninguna de las cámaras podría aprobar sin más este decreto tal como fue diseñado, que aparenta una fuerza autodestructiva que puede desnaturalizar la democracia. Creo que pocos dudan sobre la necesidad de cambios de fondo en nuestro país, pero hay formas diferentes, razonables de instrumentalización, aunque se hable de “shock”.
Los liderazgos decisionistas no se explican solo por la personalidad del líder, que es un rasgo a destacar, sino también por el contexto histórico del que surgen. En efecto, los liderazgos no se desarrollan en el vacío. El estilo decisionista, en el sentido schmittiano, es un régimen identificado con la voluntad política del líder, tanto en la excepción como en la normalidad. En nuestra democracia constitucional, los sujetos de la decisión política son el Congreso y el Poder Ejecutivo, y el orden de excepción debe tener un límite temporal.
La democracia argentina contiene en su interior la decisión política, y ésta no se determina solamente por su expresión jurídica, en el sentido clásico de leyes surgidas del Parlamento, sino también porque ese Parlamento delega en el Ejecutivo atribuciones que le son propias, cuando es impotente para abordar la “emergencia”, la “necesidad” y la “urgencia”. La buena doctrina de la Corte Suprema ha ubicado la emergencia en el interior de la Constitución.
Entre el Parlamento y el Ejecutivo, en un marco de entendimiento, se ha construido una forma política: el decisionismo democrático, un nuevo sistema de mando que no desliga a la democracia de las urnas. El régimen de excepción (delegación legislativa, DNU y veto parcial) se erigió desde 1989 hasta el presente en una estrategia de gobierno. La apelación a la emergencia permanente es el recurso de un largo fracaso de la capacidad de gobernar. Si bien este régimen se ha constitucionalizado desde la reforma de 1994, ello no ha evitado en todo este tiempo la concentración del poder, y las arbitrariedades que traspasan los límites constitucionales.
De este modo, la excepción es un componente de la democracia y una estrategia de gobierno. Asimismo, el estado de sitio, y la intervención federal, conforman también el orden de excepción, pues son instituciones previstas en la Constitución de 1853/1860, que conceden facultades extraordinarias al poder ejecutivo.
Si bien las medidas de emergencia están contempladas en la Constitución, no es menos cierto que lo están dentro de un marco de razonabilidad. El problema se presenta cuando las arbitrariedades del Ejecutivo y las debilidades del Congreso crean una zona ambigua e incierta, a medio camino entre los imperativos de la política y la vigencia del Estado de derecho, que hicieron perder a la democracia espesor constitucional, consistencia republicana y calidad deliberativa.
La pregunta central de Fabián Bosoer expuesta en Miradas del 8 de diciembre en estas páginas, nos interpela: ¿será con más emergencia y más excepcionalidad como podremos construir un país normal? Seguramente que no. Los 34 años de facultades extraordinarias nos demuestran lo contrario. El ciclo de declive de la Argentina, con su crisis actual y sus retos futuros, requiere de acuerdos fundamentales entre los participantes de la vida en común, y de una fuerza de ruptura con voluntad de reforma.
Los DNU, vale hoy la pena recordarlo, confieren facultades legislativas al Presidente, con la prohibición de intervenir en materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos. El control de estos decretos fue establecido por la controvertida ley 26.122 del año 2006, que crea la Comisión Bicameral Permanente, y vulnera el artículo 82 de la Constitución que expresamente prohíbe la sanción tácita o ficta.
Lo que fue pensado para un proyecto hegemónico que se imaginaba eterno no debería ser utilizado en provecho de un nuevo oficialismo que no cuenta con mayoría en ninguna de las dos cámaras. El Congreso tiene la responsabilidad de pronunciarse sobre la aprobación o rechazo de este DNU.
La decisión, en un régimen de excepción, especialmente si se trata de los DNU, es una voluntad política para instituir un orden estable y perdurable a través de una norma jurídica, una forma que no puede estar suspendida en el aire, en la nada. La realidad no está afuera, vivimos con ella, y la configuramos. Hay que reconocer la necesidad de ese lado de la democracia argentina que está vinculado a las decisiones en los tiempos extraordinarios. Hasta ahora lo que sabemos es que no se ha construido un país normal.
Aunque la ley y la emergencia estén amalgamadas, no se trata de perpetuar la excepcionalidad, sino de afianzar los contextos deliberativos, garantizar el respeto a la división de poderes y aplicar las instancias de control de las decisiones políticas.
Publicado en Clarìn el 26 de diciembre de 2023.
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