miércoles 11 de junio de 2025
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México es el primer guardián fronterizo de Estados Unidos

Por Thomas Cattin.

Narcoestado señalado como el origen de la epidemia de fentanilo que devasta a Estados Unidos, bad hombres culpables de la criminalidad en las ciudades del país: México y los mexicanos han sido, en muchos sentidos, chivos expiatorios en las campañas electorales del actual presidente estadounidense, Donald Trump. Sin embargo, desde el inicio de su segundo mandato, Trump ha mostrado una relación cordial con la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, quien logró a última hora, en marzo pasado, la prórroga de la aplicación de aranceles generales del 25% sobre las exportaciones mexicanas. A cambio, se comprometió a desplegar 10.000 efectivos de la Guardia Nacional en la frontera compartida para combatir el narcotráfico y la inmigración irregular. Actualmente, México se ha convertido en un actor clave dentro de la estrategia estadounidense de control de los flujos clandestinos del sur hacia el norte, una política que se aplica en territorios cada vez más alejados de la muy mediática y conflictiva frontera entre ambas naciones.

Para Estados Unidos, México representa una vía alternativa en la gestión del fenómeno migratorio

La inmigración irregular se ha consolidado como uno de los temas más polarizadores del debate político estadounidense, especialmente en períodos electorales. Tanto en 2016 como en 2024, Donald Trump convirtió la lucha contra la inmigración clandestina — a la que describió como una invasión — en el eje central de su campaña. Con un discurso etnonacionalista, responsabiliza a los migrantes latinoamericanos del aumento de la criminalidad y del deterioro de las condiciones de vida de una parte de la población blanca del país. Esta narrativa exacerba las fracturas de una nación fundada sobre mitos fundacionales, blancos y protestantes, en la que la población de ascendencia europea podría convertirse en minoría hacia 2050. Aunque en 2016 este discurso no resonó más allá de los sectores inquietos por la cuestión identitaria y el desclasamiento, en 2024 ganó fuerza, al tiempo que un 77% de los estadounidenses consideraba la situación en la frontera con México un problema de primer orden.

En la actualidad, cerca de 11,3 millones de personas residen en Estados Unidos en situación irregular, una cifra que se ha mantenido estable durante los últimos quince años. No obstante, solo en 2024 se registraron casi 1,6 millones de intentos de cruce ilegal en la frontera sur (estas cifras incluyen a migrantes detenidos por cruces clandestinos y a quienes intentaron ingresar legalmente, pero fueron considerados inadmisibles), impulsados por el aumento de flujos migratorios procedentes de América Central, América del Sur y el Caribe. Desde 2018, el fenómeno de las caravanas de migrantes ha visibilizado esta evolución. Además, ha cambiado el perfil de los migrantes: hoy en día, más familias y menores no acompañados emprenden la ruta migratoria, lo que ha puesto en crisis un sistema de control fronterizo diseñado originalmente para detener a hombres adultos de origen mexicano que buscaban empleo.

La polarización política en Washington ha impedido una reforma integral del sistema migratorio. La última propuesta bipartidista presentada por Joe Biden en 2024 fracasó en el Congreso debido al bloqueo republicano, pese a que contemplaba un endurecimiento de los controles fronterizos. Esta parálisis ha empujado a las sucesivas administraciones a adoptar medidas provisionales que, lejos de resolver el problema, lo agravan. Entre ellas destacan las expulsiones exprés bajo el Título 42 (una medida tomada durante la emergencia sanitaria por la Covid-19 que permitía expulsar de inmediato a migrantes irregulares sin tramitar su expediente), implementadas por Trump en 2020 y prorrogadas por Biden hasta mayo de 2024, las cuales provocaron un aumento de los cruces ilegales y obstaculizaron el acceso a la protección humanitaria. En este escenario, Estados Unidos ha transferido progresivamente más responsabilidades a México, principal país de tránsito de los flujos migratorios.

La creciente externalización de los controles migratorios hacia el sur del Río Bravo

La colaboración de México con Estados Unidos en materia de control migratorio y seguridad fronteriza no es nueva, y debe entenderse en el marco de las relaciones asimétricas que ambos países han tejido durante décadas. Con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1994, el aumento de la circulación de mercancías y capitales contribuyó a la situación actual, en la que el 80% de las exportaciones mexicanas se destinan exclusivamente al mercado estadounidense. Esta dependencia explica por qué los sucesivos gobiernos mexicanos, sin importar su color político, han aceptado — a menudo bajo presión — colaborar en cuestiones de seguridad fronteriza.

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, la administración de George W. Bush equiparó los flujos clandestinos transfronterizos al riesgo terrorista, con el fin de canalizar importantes inversiones hacia el ordenamiento securitario de sus fronteras. La voluntad estadounidense de extender su perímetro de seguridad más allá de su propio territorio coincidió con el interés de México en preservar sus relaciones comerciales, lo que dio lugar a una serie de acuerdos bilaterales. El primero de ellos, el acuerdo de fronteras inteligentes de 2002, marcó el reconocimiento por parte del Gobierno mexicano de la gestión fronteriza como una cuestión de seguridad hemisférica, y supuso un compromiso para reforzar los controles dentro del propio territorio mexicano.

La externalización del control migratorio cobró nuevo impulso durante la administración demócrata de Barack Obama. En respuesta al aumento de la migración centroamericana, se decidió reorientar parte de la ayuda financiera del programa Iniciativa Mérida — acuerdo bilateral firmado en 2008 para combatir el narcotráfico — hacia el refuerzo de la seguridad fronteriza mexicana. Este financiamiento permitió poner en marcha el Programa Frontera Sur, lanzado con urgencia en 2014 por el Gobierno de Enrique Peña Nieto, con el objetivo de frenar la migración clandestina en el sur del país. Un año después, más de 180.000 migrantes indocumentados fueron detenidos y expulsados por las autoridades mexicanas, el doble que en 2013.

Aunque el presidente Andrés Manuel López Obrador, al frente del primer Gobierno de izquierdas en México, abogó inicialmente por un enfoque humanitario centrado en el desarrollo, acabó cediendo ante las amenazas de Trump de imponer aranceles si no se endurecían los controles migratorios. En junio de 2019, anunció la militarización de la lucha contra la migración irregular, desplegando miles de efectivos de la Guardia Nacional en las fronteras. También sustituyó a decenas de altos cargos del Instituto Nacional de Migración (INM — institución del Gobierno federal mexicano encargada de aplicar la política migratoria en las fronteras y dentro del territorio mexicano) por exmilitares. Para disuadir a los migrantes y convencer a Washington de su compromiso, el Gobierno multiplicó los gestos de firmeza: desde la disolución violenta de caravanas hasta declaraciones como la amenaza de expulsar incluso a quienes “vinieran de Marte”. Aunque la escenificación represiva disminuyó con la llegada de Biden, las detenciones por parte de las autoridades mexicanas siguieron aumentando, hasta alcanzar un récord histórico en 2024, con 925.000 aprehensiones a nivel nacional.

La frontera sur de México: puesto avanzado geoestratégico del control migratorio norteamericano

Un vistazo al mapa regional basta para comprender la importancia geoestratégica del sureste mexicano. Tres veces más corta (1.138 km) que la frontera con Estados Unidos (3.152 km), la que México comparte con Guatemala y Belice, resulta más fácil y económica de vigilar. Desde principios de los años 2000, México ha desarrollado una zona de contención que se extiende desde la frontera sur hasta el istmo de Tehuantepec, una franja de apenas 210 km. De hecho, esta zona concentró más de la mitad de las aprehensiones de migrantes realizadas entre 2018 y 2024.

El dispositivo de control no se ubica directamente en la línea fronteriza — difícilmente controlable por su geografía —, sino a lo largo de los principales ejes de tránsito utilizados por los migrantes. En estas rutas, el INM, acompañado por fuerzas armadas y policías locales, instala puestos de control que van desde simples retenes hasta los llamados Centros de Atención Integral para el Tránsito Fronterizo (CAITF), verdaderos puntos fronterizos interiores. Estos centros, dotados de tecnologías de vigilancia de última generación, han sido financiados en parte por Estados Unidos. Aunque están concentrados en el sureste, los retenes se extienden ya por todo el territorio nacional. Así, los migrantes detenidos en el centro o en el norte del país pueden ser trasladados a ciudades de la frontera sur, en una estrategia cada vez más utilizada para desorientarlos y disuadirlos.

Los migrantes detenidos son conducidos a estaciones migratorias, donde permanecen retenidos hasta que se resuelven sus trámites. En un informe de 2024, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos denunció el carácter carcelario de estos espacios, frecuentemente sobrepoblados, donde los migrantes tienen un acceso muy limitado a atención médica y asesoría jurídica. Ese mismo año, un incendio en una estación migratoria de Ciudad Juárez provocó la muerte de cuarenta migrantes, desatando un escándalo nacional. La estación de Tapachula, llamada irónicamente Estación Siglo XXI, es la más grande del país, con capacidad para más de 900 personas.

Hasta hace poco, la mayoría de los migrantes centroamericanos eran expulsados en virtud de acuerdos bilaterales con sus países de origen y a un coste reducido, gracias a la cercanía geográfica. Sin embargo, en diciembre de 2023, el Gobierno mexicano anunció una suspensión temporal de las expulsiones por falta de presupuesto. Los migrantes procedentes del Caribe, Sudamérica o de otros continentes (que representaron el 72% de las detenciones en 2024) son menos susceptibles de ser repatriados por motivos políticos o económicos. En lugar de ser devueltos, muchos quedan varados en el sur de México, lejos de la frontera con Estados Unidos.

En 2019, el Gobierno de López Obrador anunció su intención de emplear a migrantes en grandes obras de infraestructura en el sureste, pero ese plan nunca se materializó. Aunque existen programas sociales gestionados por el Gobierno mexicano y por organismos de Naciones Unidas, suelen estar reservados a quienes solicitan el estatus de refugiado, un trámite que en 2022 podía tardar entre cuatro y seis meses en Tapachula. Solicitar el estatus era la única vía para obtener un visado que permitiera circular legalmente. Así, más que por las oportunidades económicas, son los retrasos administrativos los que han transformado la frontera sur en una zona de espera masiva para miles de migrantes. La situación se agravó con la decisión estadounidense de habilitar en agosto de 2024 la aplicación CBP One en los estados de Tabasco y Chiapas, lo que obligaba a los migrantes a permanecer allí durante meses para poder solicitar asilo en Estados Unidos. Posteriormente, la Administración Trump desactivó la aplicación como parte de una estrategia para restringir el acceso al asilo.

A pesar de los esfuerzos desplegados, el control ejercido sobre las migraciones clandestinas es parcial y se ha llevado a cabo en detrimento de la seguridad de los migrantes indocumentados y de sus derechos, idénticos a los de la población nacional según la legislación mexicana. Con suficiente dinero, los puntos de control pueden sortearse fácilmente. Además de la corrupción estructural en las autoridades migratorias, el endurecimiento de los controles ha empujado a los migrantes hacia rutas más peligrosas, dominadas por redes de traficantes y grupos criminales.

En este último aspecto, la situación de seguridad en algunas zonas fronterizas se ha deteriorado considerablemente en los últimos tiempos, debido a la competencia entre distintos grupos de narcotraficantes por el control del territorio. La conflictividad también ha aumentado en ciudades donde los migrantes se ven obligados a esperar, especialmente en Tapachula. Allí proliferan actitudes de rechazo y ciertos actores, deseosos de preservar su entorno, reproducen estrategias destinadas a excluir a los migrantes de determinadas áreas del espacio urbano. La externalización del control migratorio estadounidense no ha frenado la migración clandestina: solo ha hecho que el trayecto sea más largo, peligroso e incierto, todo ello a expensas del Gobierno mexicano. No obstante, en el plano político, esta situación ha otorgado a México una poderosa herramienta de negociación frente a su vecino del norte, en un momento en que Estados Unidos se muestra decidido a deconstruir varias décadas de interdependencia económica.

Publicado en Agenda Pública el 10 de junio de 2025.

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