Es curioso que en nuestras latitudes nuevamente aparezca la voluntad de controlar a la Justicia –en realidad, de cooptarla– y que para ello se recurra a la elección de los jueces por medio del voto popular. Tal ha sido la decisión de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). El control de la Justicia es un objetivo que persiguen los regímenes populistas. Ha ocurrido tanto en el gobierno de Benjamin Netanyahu, que buscó bloquear la capacidad del Poder Judicial para escapar de las causas de corrupción en su contra, como con Donald Trump, que nombró una mayoría conservadora en la Corte, liquidando los equilibrios internos.
Es también lo que sucede en nuestra región, donde el republicanismo vive mayoritariamente una crónica adolescencia. Aparte de las dictaduras que desconocen el sistema de controles y equilibrios (Venezuela, Nicaragua o Cuba), la nómina registra el antecedente de Jair Bolsonaro, que intentó colocar hasta cuatro jueces en el Supremo brasileño. Como podemos ver, este vicio impera en regímenes de opuestas ideologías, en los de derecha y en los de izquierda. Los populismos tienen notables parecidos.
También en El Salvador. Nayib Bukele, sin causa, removió a los jueces del Tribunal Supremo y los reemplazó por fieles seguidores, en abierta violación de la Constitución de su país, por la cual prestó juramento. En la Argentina, es un juego que ha marcado a gobiernos de todas las etiquetas, incluido el actual. México acaba de regresar a esas prácticas, de las que había escapado tras el colapso del PRI. Lo hace con su propia fórmula de control de los tribunales: consiste en el desmonte de la carrera judicial y la transformación del sillón de los jueces en un trofeo electoral. AMLO es el impulsor de esta iniciativa. Es legendaria su comodidad con Trump, mientras este trataba a los mexicanos de violadores y ladrones; piensa que el aluvión de votos que obtuvo su partido en las presidenciales y legislativas de junio asegurará el triunfo de los candidatos oficialistas a los miles de tribunales en el país y el Supremo. De modo que su fuerza, Morena, se adueñará de los tres poderes.
Es, en cierta medida, el regreso de aquel PRI con otro nombre, el Partido Estado que gobernó 70 años con el “dedazo” y políticas que fueron desde la izquierda hasta la derecha amparando una desbocada corrupción. Ese movimiento fue la cuna, justamente, de este controvertido político. Con la victoria en el Parlamento de su proyecto de reforma judicial, imita un ejercicio que ya hizo en Bolivia Evo Morales y que convirtió a los tribunales en trincheras para asediar a la oposición.
Los tribunales de justicia de Bolivia se integran por elección popular desde la reforma propuesta por Evo Morales. En 2011, por primera vez ese país sudamericano eligió a los 28 integrantes titulares y 28 suplentes de los cuatro tribunales nacionales de justicia. Los candidatos de las elecciones eran 116 preseleccionados por la Asamblea Plurinacional de entre 600 postulantes originales. De acuerdo con reportes de prensa, las campañas proselitistas estuvieron prohibidas y el Tribunal Electoral intentó realizar una campaña de presentación de candidatos. El voto era obligatorio, tres de los tribunales tenían circunscripción nacional y el restante, departamental. Los magistrados no tienen posibilidad de reelección y son elegidos cada seis años.
En la Argentina, bajo el pomposo título de “democratización de la Justicia”, a través de la ley 26.855, de reforma del Consejo de la Magistratura, que se opone de modo manifiesto a lo establecido en el artículo 114 de la Constitución, que es la disposición que crea el Consejo, así se propone la elección por sufragio universal de los representantes de jueces y de abogados, quitándoles a estos una facultad exclusiva de decidir quiénes los representarán en el órgano de administración del Poder Judicial. Recordemos que hasta la sanción de la ley, la designación se concretaba por medio de una elección organizada para cada estamento por los organismos que los agrupan, en la que toman parte en calidad de electorado magistrados y letrados de la Capital y de las provincias. Asimismo, se determina que los técnicos y científicos también serán elegidos por sufragio y que no es necesario que se trate de abogados.
Sorprende que esas designaciones se lleven a cabo a través del mismo procedimiento que para la elección de los integrantes de los poderes políticos, recurriendo a los partidos políticos a través de boletas electorales. Se había olvidado que el Consejo integra el Poder Judicial y que a sus miembros se les prohíbe toda afiliación partidaria. No se tuvo en cuenta que el objetivo que se persiguió con la incorporación del Consejo a la Constitución fue precisamente despolitizar y “despartidizar” a la Justicia. Hoy, con esta modificación, se produce lo inverso, convirtiendo a jueces, abogados y técnicos en candidatos de agrupaciones partidarias, obligándolos a hacer campaña junto con quienes pretenden ser titulares de los poderes políticos y bajo el paraguas de una ideología determinada. Ello así, en lo sucesivo se hubiese producido una suerte de suma del poder público en cabeza del presidente de la Nación.
Los magistrados deben ser elegidos de manera separada de los integrantes de los poderes políticos. No se debe olvidar que constituyen el órgano de control por antonomasia de los actos políticos. Toda sentencia es una norma particular que transforma a otra de carácter general. Así las cosas, no puede existir una modalidad más destructiva del orden republicano, del Estado de Derecho, que la voluntad de concederle esa facultad al titular del Ejecutivo.
Recordemos que en su célebre obra El espíritu de la leyes Montesquieu sostiene que es necesario, por la fuerza de las cosas, que el poder detenga al poder. Imposible lograrlo si el titular del Ejecutivo tiene una espada filosa en la medida en que los magistrados serán una extensión de su poder político.
El tema es por demás actual luego de la iniciativa del presidente Milei de designar a Ariel Lijo en la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Ello, a fin de diluir las actuales minorías y en violación de la Convención Internacional contra toda forma de Discriminación a la Mujer, que tiene jerarquía constitucional luego de la reforma de 1994 (artículo 75, inciso 22). Por lo tanto, su violación acarrearía responsabilidad internacional.
Porque el Estado de Derecho es, precisamente, aquella comunidad políticamente organizada, en cuyo interior imperan las instituciones por encima de la voluntad de los titulares del poder. Se trata de organizar un sistema que impida en todo momento que la discrecionalidad y la arbitrariedad de unos pocos, fundadas en meros intereses particulares o parciales, se opongan a que siempre el accionar del gobierno esté dirigido a satisfacer el bien común.
Publicado en La Nación el 25 de septiembre de 2024.
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