Uno de los logros perdurables de la democracia recuperada en 1983 fue el de haber desterrado el paradigma de la muerte como opción política o condición para ejercer el poder. La paz se opuso a la guerra, la vida a la muerte y a la consigna del enemigo a liquidar se reivindicó al adversario.
La democracia recuperada habilitaba las libertades, legitimaba el conflicto pero ponía límites no solo a los actos sino también al lenguaje. La preocupación no era arbitraria. Es la experiencia histórica la que enseña que la violencia física suele estar precedida por la violencia del lenguaje.
Un lenguaje rencoroso, resentido, agraviante suele ser el síntoma de una sociedad que empieza a descomponerse. La situación se agrava seriamente cuando la violencia del lenguaje se ejerce desde las alturas del poder. Dicho de una manera que tal vez al presidente Milei lo incomode: cuando él habla desde su investidura es de alguna manera la voz del Estado la que escucha.
Paradojas de la vida: el libertario habla investido del poder del Estado con todas las consecuencias que ello implica. Son estos riesgos los que percibieron los autores clásicos del republicanismo liberal para insistir en que el presidente debe ser un factor de moderación, de templanza, y no lo contrario.
Estas verdades nacidas de la experiencia histórica, Milei parece ignorar o subestimar. Es más, supone que sus desbordes verbales fortalecen su imagen aunque el precio a pagar sea la humillación de sus adversarios o lisa y llanamente su descalificación.
Los acontecimientos de las últimas semanas son elocuentes y preocupantes. La frase del presidente acerca del sarcófago para el kirchnerismo, los clavos al cajón previo asegurarse de que allí descansan los restos de Cristina, hubiera merecido como metáfora la aprobación de Bram Stoker.
Días antes había fallecido Ginés González García, ministro, político y sanitarista cuya gestión fue por demás controvertida. Acerca de esa valoración, la historia tendrá la última palabra, pero, ¿era necesario que Milei, con el muerto aún “caliente” se desborde en una cascada de insultos?
No hay ninguna ley que le impida al presidente insultar a un adversario político que acaba de fallecer, pero otra ley, una ley fundada en las costumbres, en ciertas certezas íntimas alrededor de la muerte y su misterio, lo que exige el respeto.
La muerte no hace a nadie más bueno o más malo, pero es una condición que está más allá de la política y de las pasiones. Como dijera un controvertido político soviético, que de estos temas sabía mucho: “La muerte siempre termina imponiéndose”. No en vano nosotros, el homo sapiens, somos los únicos habitantes en el planeta que sabemos que vamos a morir y que esa certeza es absoluta.
Un ejemplo histórico tal vez explique con más claridad este punto de vista. En abril de 1932 murió en París el ex dictador Jose Félix Uriburu, el mismo que asaltó el poder el 6 de septiembre de 1930, el mismo que aplicó la ley marcial, que ordenó torturas y fusilamientos de disidentes y que se proponía para el país una dictadura animada por los principios de Maurras, Mussolini y Primo de Rivera.
El presidente de entonces, el general Agustín Justo, le rindió al muerto todos los honores oficiales del caso, incluido el traslado del cuerpo de París a Buenos Aires y un velorio en el Salón Blanco de Casa de Gobierno con el sarcófago llevado a pulso por ministros y funcionarios.
Por supuesto, el tema se debatió en el Congreso y todos los legisladores estaban pendientes de las palabras de Alfredo Palacios, uno de los adversarios más enconados del dictador. Sin embargo, para sorpresa no sé si de todos, pero de muchos, las palabras de Palacios eludieron la previsible crítica o el intento de politizar esa muerte. Se puso de pie para hablar y esto fue lo que dijo: “Lo he combatido en momentos en que él tenía en sus manos la plenitud del poder y los resortes innumerables de la fuerza, mientras que yo no tenía en mi amparo resguardo de ningún género. Lo he combatido por simple lealtad a mis convicciones y principios y en defensa de los ideales colectivos y del porvenir de la Nación, tales como yo los interpretaba. Pero cuando se abre su sepulcro (…), cuando el adversario va a comparecer ante el perenne y severo tribunal de la historia que preside los tiempos, yo depongo mis armas de combate y le rindo el homenaje que los guerreros de las leyendas homéricas otorgaban al enemigo que había mostrado su valor en la batalla”.
Palacios tenía un estilo oratorio inconfundible, pero adjetivos más o adjetivos menos, sus ideas siempre se expresaban con claridad y en numerosas circunstancias con lucidez.
Palacios podría haberse lucido criticando a un dictador que merecía ser criticado, pero ante la muerte, “ante el momento en que el adversario va a comparecer ante el perenne y severo tribunal de la historia que preside los tiempos” prefiere hacer silencio. Estas lecciones no solo de carácter político sino de sabiduría política Milei parece ignorarlas y hasta es posible, atendiendo sus opiniones al respecto que estime que Palacios es “una inmunda rata socialista”.
Publicado en Clarín el 28 de octubre de 2024.
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