Con las reformas electorales que está empujando estos días el oficialismo se comprueban dos leyes de hierro que gobiernan los pasos de Milei. La primera: cada vez que a él le sobra una moneda, porque logra un poco de aire para tomar la iniciativa, la invierte en polarizar, emprender o profundizar alguna batalla cultural que entusiasme a sus más fieles seguidores y acorrale incluso a sus aliados.
La segunda: las iniciativas más virulentas de Milei, y las afirmaciones agresivas con que las justifica, van dirigidas a provocar una reacción escandalizada y auto invalidante en sus adversarios. Que quedan discutiendo lo que al Presidente le conviene: la “amenaza fascista”, su propia responsabilidad en alguna experiencia de gestión o política fracasada, un episodio hoy ya irrelevante del pasado o cualquier otra tontería sin interés para la gran mayoría del público, permitiéndole a aquel seguir ocupando el centro de la escena y mostrándose como el único que moldea la agenda.
Se ocupa de problemas concretos y es capaz de empujar el país en alguna dirección, cualquiera sea. Porque los demás no tienen ninguna idea propia, o deben dar explicaciones por las que profesan, y en cualquiera de los dos casos solo sirven como punching ball del líder.
Es lo mismo que hizo Trump con sus adversarios, tanto en su primer mandato como en la última campaña electoral. Y le funcionó de maravillas, porque los demócratas casi siempre mordieron el anzuelo. Y en vez de aprender de la experiencia para lidiar mejor con él fueron extremando aún más sus reacciones: aumentaron la dosis de la medicina esperando que así tuviera efecto, y pasaron de escandalizarse ante la “amenaza autoritaria” a denunciar un fascismo en ciernes. Se abrazaron, en suma, a la república y perdieron ese instinto populista tan necesario en la política contemporánea, y que en tiempos de Barak Obama todavía les permitía esquivar trampas como estas.
¿Están camino a sufrir el mismo destino los opositores locales al mileismo? Al menos muestran cierta propensión a hacerlo. Unos, desde el kirchnerismo y la izquierda, porque soñar que combaten la “amenaza fascista” es lo único que parecen tener a mano para combatir el desánimo y la dispersión en sus filas. Y otros, los ex miembros de JxC, porque su existencia misma es cuestionada por cada avance libertario, y vienen de protagonizar un espectacular suicidio colectivo inspirado por la ocurrente consigna “república o populismo”, con la que pretenden insistir, un poco desesperados ante el peligro de extinguirse. Pese a que, como se sabe, la inmensa mayoría eligió ya entre distintas variantes de populismo, y lo más probable es que lo siga haciendo.
Pero la vida sigue y les brinda oportunidades para enmendarse. Y la ofensiva oficialista por imponer su paquete de reformas electorales, que se presentó por primera vez dentro de la Ley Bases original, luego se dejó de lado y ahora, sintiéndose el gobierno más consolidado, vuelve a ponerse en el tapete, más allá de cómo ha sido concebido siguiendo las dos leyes de hierro mencionadas, no deja de serlo.
Que con ellas Milei pretende acorralar a los demás con una discusión polarizada e invalidante de cualquier posición alternativa es bastante evidente: las opciones que plantea son defender “los intereses de casta” o apoyar el “imperio de la más amplia libertad”. Libertad que, en este terreno igual que en otros, consistiría para los libertarios en debilitar los criterios de equidad y equilibrio y eliminar toda regulación pública. Incluso las que se ha demostrado contribuyen a facilitar el acceso de los individuos a los mercados. En este caso, al mercado político.
Y persiguen estas reformas además, de modo aún más abierto, el objetivo vital para el gobierno de borrar del mapa a los moderados: porque les dificultan cualquier camino para competir en pie de igualdad y para formar alianzas, tanto en el campo opositor como en el propio, el oficialista.
El paquete en cuestión tiene por principal bandera terminar con las PASO que, como se sabe, han funcionado hasta aquí bastante mal, porque no estimulan la competencia dentro de las fuerzas políticas, son muy caras y, combinadas con el frecuente desdoblamiento de las elecciones, obligan a los ciudadanos a concurrir a las urnas 3 o hasta 4 veces en un año, un total despropósito.
Pero lo cierto es que, más allá de sus muchos defectos, el sistema vigente favoreció la formación de alianzas. Como prueba la experiencia de Cambiemos, que las utilizó para legitimar a sus líderes y candidatos desde su misma formación, en 2015, hasta que se convirtió en Juntos por el Cambio y finalmente naufragó, el año pasado. Es por eso que sus exintegrantes, tanto los que sueñan con aliarse ahora con los libertarios, como los que esperan hacerlo con el peronismo disidente u otras fuerzas, bregan por reformar la ley de 2009, no suprimirla: proponen hacerlas optativas tanto para partidos como para ciudadanos, abaratarlas e introducir otros cambios para relegitimarlas y favorecer la competencia entre corrientes en pugna, de modo de volverlas más útiles para sostener acuerdos pluripartidistas.
Y es por lo mismo que a La Libertad Avanza no le interesa nada de eso, y prefiere hacer tabla rasa. Pues el oficialismo, igual que el kirchnerismo, apuesta a no tener que competir por la composición de sus listas el año que viene con ningún aliado, al menos no con ninguno en condiciones de imponer condiciones. Y seguro tampoco va a haber en su seno disidencias organizadas, con las que sus líderes vayan a verse en la necesidad de negociar algo de eso: a los que podían reclamar ese rol ya los han marginado o neutralizado, todo va a pasar por las manos de jefes inapelables.
Se entiende entonces que desde ambos extremos del espectro político coincidan en este punto: libertarios y kirchneristas imaginan un sistema político dominado por movimientos personalistas, no por partidos, y por decisiones unilaterales, que se impongan sin contrastación alguna en sus espacios. Y si los ciudadanos quedan, en consecuencia, obligados a elegir entre dos opciones polarizadas, mejor.
Así, justo en simultáneo a que Milei y su gobierno se describan “poniendo el último clavo en el ataúd de Cristina”, descuelguen cuadros evitistas con la misma enjundia que ponía Néstor contra las imágenes de Videla, y sobreactúen aún más anulando jubilaciones de privilegio a diestra y siniestra, estén promoviendo leyes para moldear un sistema de competencia en que solo queden en pie ellos y la señora.
El resto del paquete de reformas va más o menos en la misma dirección: con unas pocas excepciones, apunta a debilitar a los partidos. En particular a los que no tengan acceso a las fuentes más opacas de financiamiento, como son las cajas negras del Estado -como las de de inteligencia-, las sindicales y las empresarias. Para lo cual se pretende eliminar la asignación pública de espacios de publicidad en radio y televisión, tal vez la única innovación positiva en este campo de la era K, subir los límites a los aportes corporativos y suprimir controles, que es cierto actualmente no son muy efectivos, pero suprimirlos no parece ser la mejor forma de resolverlo. Paradójicamente, mientras prácticamente se elimina el financiamiento público de las campañas, se mantiene el regular de las fuerzas partidarias, que suele ser el de uso más opaco y menos utilidad para los votantes.
También se busca eliminar las reglas establecidas en los últimos años para los debates presidenciales y liberar incluso a los candidatos de la obligación de participar en ellos, con la excusa de que deberían “espontáneamente acordar entre sí las condiciones para debatir”. Una buena forma de permitir que quienes lleven ventaja en la competencia no le den oportunidad a sus adversarios más débiles de ponerlos en aprietos.
Lo único que parece ir en dirección a mejorar el sistema de partidos es la elevación muy acotada del mínimo de votos necesario para que puedan seguir compitiendo, de 2 a 3% de los votos, y la necesidad de contar con avales en 10 en vez de 5 distritos para el reconocimiento de las fuerzas nacionales. Ambas modificaciones podrían servir para acotar la impresionante cantidad de partidos actualmente existente, que solo sirve para fragmentar el sistema y debilitar a las fuerzas con chance de volverse competitivas frente a las principales.
Pero el desafío principal, en particular para esas fuerzas, que hoy son sobre todo las del centro político, y están como el jamón del sándwich, acorraladas entre Milei y Cristina, va a ser debatir estas iniciativas sin aparecer ante el público defendiendo intereses de casta, ni un sistema al que la mayoría de la gente, sea por buenos o malos motivos, le desconfía. Y ofrecer alternativas mejores, tanto en términos republicanos como liberales. Es decir, más favorables al ejercicio de los derechos políticos por parte de los individuos.
Alternativas que en este caso, para su fortuna, son bastante fáciles de formular y justificar. Pero requieren algo más: que dejen de pelearse y dividirse, y recuperen una mínima capacidad de coordinación entre ellas. Como la que consiguieron cuando negociaron con el Gobierno la Ley Bases, la reforma del impuesto a las ganancias o el proyecto de boleta única.
Finalmente tienen una ventaja de su lado, que deberían ser capaces de hacer pesar: en estos temas tienen mucho más know how, más acuerdos y por tanto más chances de lograr que el oficialismo se vea obligado a apoyar sus propuestas, de las que tiene éste de imponer las suyas junto al kirchnerismo. Al que no le importa la suerte de los debates presidenciales, las PASO ni el financiamiento de las fuerzas con menos sostén corporativo. Pero tampoco va a querer regalarle tantas ventajas al Gobierno.
Publicado en www.tn.com.ar el 19 de noviembre de 2024.