martes 11 de noviembre de 2025
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La victoria de Javier Milei

En la Argentina, las victorias electorales dicen tanto del pueblo como de sus gobiernos. El reciente triunfo de Javier Milei en las elecciones legislativas de medio término  no solo refleja un momento político, sino un patrón cultural persistente: el de una sociedad que sigue mirando hacia arriba para entenderse a sí misma.

Desde 1983, los oficialismos argentinos solo pierden cuando el país cruje. Así fue con Alfonsín, devorado por la hiperinflación; con De la Rúa, por el colapso de 2001; y con Cristina Fernández de Kirchner, tras la crisis con el campo. En tiempos sin terremotos económicos, el electorado tiende a reafirmar al poder. Menem en 1991, Néstor Kirchner en 2005, Macri en 2017 y ahora Milei en 2025 comparten ese privilegio: ser confirmados por una ciudadanía que, incluso cuando duda, prefiere subordinarse al poder ejecutivo encarnado en algún líder circunstancial, capaz de cambiar la ideología del pueblo, pero no su dependencia simbólica y emocional.

Ese reflejo constante no habla solo de política, sino de algo más profundo: una forma de estar en el mundo, una sensibilidad colectiva que necesita del poder para reconocerse. En la Argentina, el poder no solo gobierna: también educa. De allí surge lo que podríamos llamar una cultura política dependiente, una trama de emociones, ideas y juicios que se ordenan siempre desde el vértice del Estado. Cognitivamente, el ciudadano concibe al poder como el centro del orden; afectivamente, lo experimenta con pasión y entrega; y evaluativamente, lo mide no por sus resultados, sino por la lealtad al relato que lo envuelve. De esa manera, la política deja de ser un ejercicio de participación para convertirse en una forma de vínculo emocional: una manera de creer, más que de deliberar.

A ello se suma algo más sutil: la pedagogía del poder. Cada gobierno enseña, a su modo, qué valores deben ser amados y cuáles despreciados. Con discursos populistas, se exalta la igualdad; con gobiernos liberales, la libertad; en tiempos de crisis, la obediencia. La sociedad aprende los valores del que gobierna y los olvida con el siguiente. Por eso la cultura política dependiente no tiene raíces: cambia de principios como quien cambia de maestro, siguiendo siempre el relato de turno.

Y si de cultura se trata, tal vez no haya metáfora más precisa que el fútbol. El gran Gabriel Zanotti recordaba que la realidad no es equívoca —de muchas maneras— ni unívoca —de una sola—, sino análoga, y que la analogía es la forma más humana de comprender el mundo. Y en la Argentina, nada expresa mejor esa analogía entre poder y afecto que el fútbol, nuestra pedagogía emocional colectiva.

En el fútbol —como en la política— concentramos todas las esperanzas en un solo cuerpo. A Maradona lo hicimos mito y mártir. A Messi lo exigimos hasta el agotamiento, reprochándole no haber sido “como Diego”. Nos olvidamos, irónicamente, de que en el fútbol son once. Exaltamos al héroe y lo devoramos cuando pierde, porque lo amamos no como símbolo, sino como salvador.

Y así también con nuestros presidentes. Alfonsín, Menem, De la Rúa, los Kirchner: todos fueron, en su tiempo, redentores y luego culpables. Algunos terminaron procesados, otros condenados, otros apenas borrados del afecto popular. Argentina se devora a sus líderes con la misma intensidad con que los consagra.

En ese espejo, Milei no rompe la tradición: la confirma. Su triunfo no necesariamente expresa una madurez institucional, sino una nueva versión del mismo reflejo cultural. El pueblo que lo consagra busca todavía un salvador, aunque este hable de autores poco conocidos en la Argentina, como Carl Menger y Eugen Böhm-Bawerk —los viejos arquitectos del valor subjetivo—, o de Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y Murray Rothbard, los intelectuales del orden espontáneo y la libertad individual. Hay una ironía sutil en todo esto: una nación que invoca a los teóricos de la libertad mientras vuelve a depositar su esperanza en el personalismo del poder. Quizás esa sea nuestra forma más elegante de contradicción: proclamar la emancipación mientras seguimos esperando al redentor.

Tal vez algún día comprendamos que una república no se construye con ídolos, sino con reglas; que el mérito de un país no depende de la genialidad de su número diez, sino de la cohesión del equipo y de las instituciones que lo sostienen. Mientras tanto, seguiremos repitiendo nuestro rito cíclico: esperar al nuevo Maradona de la política, elevarlo al cielo por sus goles y recordarle —cuando llegue la derrota— que nunca fue Dios.

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