Venezuela se ha convertido en la prueba de reingeniería hemisférica de Trump.
Traducción Alejandro Garvie
Después de que dos guerras mundiales casi destruyeron el planeta, a mediados de siglo XX, Estados Unidos decidió dar un paso al frente y aplicar su ingenio a las múltiples dinámicas inestables del hemisferio oriental. Europa necesitaba asentarse, luego Asia y, más tarde, Oriente Medio y África.
Una visión objetiva de la historia indica que, a pesar de nuestros numerosos errores, hemos dejado cada región mucho más estable y conectada globalmente, por no decir más rica, de lo que la encontramos. Ahora, con la presidencia radical de Donald Trump, buscamos liberarnos de esas responsabilidades distantes y centrarnos en nuestro propio hemisferio.
Si Irak fue la teoría del “Big Bang” de la transformación regional de George W. Bush, Venezuela se ha convertido en la prueba de Trump para la reingeniería hemisférica. Su administración ha presentado al régimen del presidente Nicolás Maduro como el anticristo: un hervidero de corrupción, drogas e intromisión china que exige y justifica una estrategia beligerante. Derrocarlo, promete Trump, significaría reiniciar la física estratégica de las Américas: una “pequeña y espléndida guerra” para la era digital.
Por improbable que parezca, se trata de la primera gran estrategia de Estados Unidos que retoma la historia, parte de una línea argumental —una veta ideológica que conecta— que va desde el Padre Fundador, James Monroe, hasta William McKinley, y luego, a través de Theodore Roosevelt, hasta Trump. Estamos presenciando la última iteración de un impulso estadounidense perdurable: redibujar el mapa del hemisferio a medida que el sistema mundial comienza a replegarse sobre sí mismo.
Cuando Monroe promulgó su famosa doctrina en 1823, no fue la ostentosa declaración de destino hegemónico que generaciones posteriores la presentaron. La Doctrina Monroe era, en esencia, una postura defensiva nerviosa: un cortafuego hemisférico contra la reafirmación del poder imperial europeo en el mundo posnapoleónico. Estados Unidos apenas era un estado funcional, y su alcance militar no se extendía más allá de sus fronteras continentales. La función de la Doctrina era más un engaño psicológico que una amenaza estratégica: una afirmación de autonomía en un mundo aún gobernado por imperios mucho más poderosos. Monroe estaba trazando una línea alrededor de un hemisferio; no prometía dominio, sino simplemente exclusión.
Sin embargo, las doctrinas son como el software: escritas para una época, evolucionan y se actualizan constantemente para otra. Lo que comenzó como una línea de contención estática se transformaría, en cuestión de décadas, en una arquitectura operativa de control regional. La expansión siguió los rieles de la industrialización, y esta requería orden, acceso y mercados seguros. Estados Unidos pudo haber rechazado el imperialismo del Viejo Mundo, pero se dedicó a inventar una variante del Nuevo Mundo.
McKinley, más que cualquier presidente anterior, le dio a ese software una actualización de poder duro. A medida que Estados Unidos se industrializaba a finales del siglo XIX, la simplicidad retórica de la Doctrina Monroe se convirtió en una licencia que posibilitaba la integración hemisférica bajo la dirección estadounidense. McKinley dejó claro lo que Monroe simplemente había insinuado: que el hemisferio no era solo un escudo defensivo, sino el motor económico de la revolución industrial estadounidense.
Bajo el mandato de McKinley, los aranceles, el territorio y la tecnología de las comunicaciones (¿les suena?) se fusionaron en una única misión nacional. El proteccionismo no era una palabra grosera. El nacionalismo económico impulsó el crecimiento industrial, mientras que las guerras en el extranjero – la principal de ellas, la “pequeña y espléndida guerra” de 1898 – cumplían funciones tanto morales como mecánicas: limpiar la vecindad de antiguos imperios (España) y poner a prueba la nueva capacidad de Estados Unidos para la proyección global. Cuba era el cortafuego; Filipinas, la prueba de graduación. En esos dos escenarios, Estados Unidos afianzó simultáneamente su hemisferio y previó su surgimiento como actor planetario.
El patriotismo mercantil de McKinley – su mezcla contradictoria de muros arancelarios y aspiraciones territoriales – resuena de forma inquietante en la propia retórica de Trump. El “Muro Trump de acero y aranceles” puede haberse promocionado como un opio de las masas, pero su propósito subyacente – crear un perímetro protector mientras reorienta a Estados Unidos hacia el interior – transmite el mismo sermón que el evangelio arancelario de McKinley. Ambos veían el proteccionismo no como una retirada, sino como una preparación: una forma de convertir a Estados Unidos en la base segura desde la cual pudiera reanudarse la expansión.
Esa es la parte del trumpismo que gran parte de MAGA simplemente no entiende y por lo tanto malinterpreta con temor.
Si McKinley le dio a la Doctrina Monroe su fuerza mercantil, Theodore Roosevelt le dio fuerza y movimiento. Su “corolario” de 1904 transformó la prohibición de entrada de Monroe en una doctrina gerencial de prevención, como en “lo arreglaremos antes de que intervengan extranjeros”. Roosevelt no estaba protegiendo una fortaleza; estaba construyendo un sistema. Utilizó el poder duro (creación del Canal de Panamá), el poder blando (la paz ganadora del Nobel negociada entre Japón y Rusia en Portsmouth) y el poder simbólico (diplomacia de las cañoneras) para organizar un hemisferio para el siglo industrial. El Corolario de Roosevelt era a la vez moral y mecánico: el intervencionismo como gestión interna hemisférica.
Nuevamente, observe las líneas maestras obvias de Trump: reclamar retóricamente el Canal, buscar un Nobel por resolver el conflicto Rusia-Ucrania, y literalmente atacar a Venezuela a cañonazos.
Teodoro Roosevelt encarnó la transición de Estados Unidos de reactivo a proactivo. Veía el desorden no como una excusa para la retirada, sino como un llamado a la organización: una visión del mundo que resuena profundamente con la autoconcepción mesiánica de Trump: disruptor, reparador y constructor, todo en uno. La energía expansiva de Roosevelt vinculó la industrialización con la creación de orden; la de Trump, a su vez, conecta la reindustrialización de la era digital con el control hemisférico. El medio cambia, pero el instinto organizador perdura.
Trump, ahora en su segundo mandato, revive conscientemente este linaje – la esfera de Monroe, la fortaleza arancelaria de McKinley, el imperio gerencial de Roosevelt -, pero lo reestructura para la década de 2020. Ya no describe el hemisferio occidental como un vecindario a proteger, sino como un espacio a dominar. El escudo de Monroe se convierte en la espada de Trump.
En este monroísmo dinámico no se trata de resistir la interferencia extranjera; se trata de expulsar la presencia extranjera por completo. El objetivo no es Europa esta vez, sino China, a quien Trump advierte al afirmar implícitamente: “Aquí en el hemisferio occidental, nos comprometemos a mantener nuestra independencia frente a la intrusión de potencias extranjeras expansionistas.” Este planteamiento evoca al propio Monroe, pero con herramientas del siglo XXI: sanciones económicas, chantaje arancelario, demostraciones de fuerza naval e inversiones estratégicas diseñadas para sofocar las alianzas chinas en Argentina, Brasil, Perú y Venezuela.
En ese sentido, la Doctrina 2.0 de Trump refleja la lógica operativa de McKinley: consolidar el control regional para impulsar la revitalización industrial. El dominio energético reemplaza a la industria a vapor; las cadenas de suministro relocalizadas reemplazan las rutas comerciales imperiales. El hemisferio se convierte tanto en una base de recursos como en una zona de seguridad: un sistema cerrado que impulsa un nacionalismo indefinido.
Los objetivos de Trump no son puramente económicos. Es la personificación de Ozymandias, como lo describe Shelley, que busca la monumentalización o una prueba visible de dominio. El hemisferio oriental, en su opinión, ofrece dolores de cabeza y titulares. El occidental ofrece trofeos: proyectos de infraestructura, corredores de recursos e incluso adquisiciones territoriales. Los rumores sobre la anexión de Groenlandia y la militarización del Canal de Panamá – considerados por muchos como fanfarronería – encajan en este patrón. McKinley pensaba en ferrocarriles y aranceles; Trump piensa en puertos espaciales y oleoductos. Ambos métodos logran el mismo fin: la autorealización de la ambición nacional.
El simbolismo también importa. Para Trump, el hemisferio occidental representa la herencia: el espacio del mito estadounidense, o el renacimiento del destino manifiesto. Disfruta del eco histórico: las anexiones y las zonas del canal como sellos distintivos de la grandeza estadounidense. No es de extrañar, entonces, que haya recuperado el nombre “Monte McKinley”, reafirmando la confianza del siglo XIX como marca del siglo XXI.
La visión hemisférica del «Hombre de Florida» incluso tiene una sede: Miami. En la cosmovisión trumpiana – con la complicidad de su secretario de Estado cubanoamericano, Marco Rubio -, Miami no es solo una ciudad estadounidense, sino la capital geopolítica de las Américas. De sus torres de política de exilio y criptoriqueza emerge lo que podría llamarse la «Doctrina Rubio»: una fusión del anticomunismo de la Guerra Fría, el capitalismo migrante y la negociación regional.
Miami conecta la red hemisférica que Trump anhela controlar, uniendo a disidentes cubanos, líderes de la oposición venezolana, inversionistas colombianos y halcones de seguridad regional en una única red operativa que desplaza el plan de la Franja y la Ruta de China. Al más puro estilo trumpiano, es un sistema construido menos sobre la ley que sobre el apalancamiento, menos sobre las instituciones que sobre la influencia. Cada transacción – un acuerdo comercial por aquí, una venta de armas por allá – sirve tanto de medio como de mensaje: el regreso de la jerarquía hemisférica. Monroe reconocería el miedo; McKinley reconocería el patrón; Roosevelt aprobaría la ambición.
El caso de prueba de Trump, Venezuela, es una táctica tan teatral como estratégica. Apoyar a la líder opositora María Corina Machado – premiada con el Nobel – le permite a Trump fundamentar su intervencionismo en términos morales, aunque también funciona como un realineamiento económico (y como autopromoción para el Nobel de 2026). En esta narrativa, Venezuela no es solo un estado rebelde; es el obstáculo para un orden integrado que priorice las Américas. Mercados hemisféricos unidos, conectados por cadenas de suministro impulsadas por IA y gobernados por las garantías de seguridad estadounidenses: esa es la versión del siglo XXI de Trump del imperio arancelario de McKinley.
Y el simbolismo no termina ahí. Trump, siempre atento al espectáculo, ha reflexionado abiertamente sobre añadir nuevas estrellas a la vieja gloria. ¿Absurdo? En absoluto, porque, como demuestra la historia, la gran estrategia estadounidense a menudo comienza con metáforas que se convierten en mapas.
La diferencia clave entre el siglo de Roosevelt y el de Trump radica en la intención de vectorizar: Roosevelt buscaba la integración en el emergente sistema mundial Este-Oeste, mientras que Trump busca un nuevo enfoque en torno a un sistema mundial Norte-Sur centrado en Estados Unidos, o uno definido por las esferas de influencia “verticales” de las superpotencias. La globalización, como implicaba su cálculo, dispersó el poder horizontalmente: mil cadenas de suministro que irradiaban hacia afuera. La consolidación hemisférica, en cambio, es verticalmente eficiente: energía en Texas, litio en Bolivia, agricultura en Argentina, manufactura en México.
La gran lógica estratégica de alejarse de la integración global Este-Oeste para centrarse en la integración hemisférica Norte-Sur es completamente acertada: la «globalización» Este-Oeste ha alcanzado su máximo apogeo natural. Actualmente, tres grandes centros de producción/demanda dominan la economía global: América del Norte, Europa y Asia Oriental.
Cada uno de ellos se enfrenta ahora a problemas más “latitudinales” que “longitudinales”. El cambio climático devasta el Sur Global y fortalece al Norte Global, desencadenando migraciones masivas hacia los polos. El colapso demográfico en el Norte atrae aún más estas migraciones masivas.
Trump señala a la inmigración masiva como la gran amenaza a la seguridad nacional de nuestra era (“Sus países se están yendo al infierno”) y la reanudación de la gran estrategia natural de nuestra Unión está completa.
Este realineamiento expresa lo que denominé en mi libro de 2023, El Nuevo Mapa de América, una “doctrina de América Primero”: un giro basado no en la nostalgia, sino en realidades estructurales emergentes. La demografía apunta hacia el norte, el clima se endurece hacia el sur y el comercio global se vuelve a regionalizar verticalmente. El camino de menor resistencia ahora va de Alaska a la Patagonia, no a través de océanos, sino dentro de un hemisferio de civilización compartida y mercados convergentes. Trump, instintivamente, si no intelectualmente, canaliza esa lógica.
Lo que une a Monroe, McKinley y Trump es ese recurrente instinto estadounidense de construcción de orden: primero territorial, luego industrial, ahora digital. Monroe trazó el perímetro. McKinley lo llenó. Roosevelt lo movió. Un siglo después, Trump lo reivindica, presentando el hemisferio occidental como la esfera natural del destino de Estados Unidos tras décadas de globalismo distraído. En una época de caos, Trump presenta el repliegue como resurgimiento: la Unión multiestatal de integración renace como un imperio de autosuficiencia.
Esa es la paradoja central de la gran estrategia de Trump: nostálgica y revolucionaria, insular e imperial, defensiva y expansiva. Como él mismo, es todo en todas partes a la vez.
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